Las Mandrágoras de la Parca Negra - André Malby

Las Mandrágoras de la Parca Negra, de André Malby

Título: Las Mandrágoras de la Parca Negra
Autor: 
Medio de publicación: Libro «La Mandragore Magique», de Gustave Le Rouge
Fecha de redacción: 
Idioma original: Francés

Este relato forma parte de un comentario adicional escrito por André Malby para el libro «La Mandragore Magique» de Gustave Le Rouge. En él, narra la fascinante experiencia que vivió al recoger su última mandrágora, en los tiempos en que vivía en Ojén (Málaga). Una misteriosa anciana andaluza con conocimientos ancestrales, un ritual mágico que abre las puertas de otros mundos y todo tipo de saberes y misterios arcanos nos esperan en este asombroso relato.

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Las Mandrágoras de la Parca Negra
Comentario adicional de André Malby

¡No se puede hacer un comentario sobre el trabajo de Gustave Le Rouge sin injuriarlo! Leí la «Mandragore Magique» cuando tenía catorce años, en medio de un lote de libros comprados al peso del papel en un trapero de Biarritz-la-Négresse.

Se trataba, sin duda alguna, de los restos de una biblioteca probablemente muy importante. Puedo verme a mí mismo hojeando las obras contenidas en la caja que acababa de adquirir. Un poco impresionado por algunos títulos, cuyo valor no supe hasta mucho más tarde, me sumergí en la «Mandragore Magique», creyendo que se trataba de una novela. La leí una primera vez en una tarde, y la releí con más calma al día siguiente. Fue buscando explicaciones más extensas sobre lo que acababa de leer que comencé una búsqueda ¡de la que aún no he visto el fin!

Se trata, pues, de lo que se puede considerar como responsable, en gran parte, de mi inclinación por el misterio y el conocimiento esotérico. Desde entonces, el tiempo ha pasado y he experimentado muchas situaciones que, sin duda, no me habría creído si me las hubieran contado.

Viví, hace algunos años, una aventura directamente relacionada con el tema de esta obra. Es de este episodio de mi existencia de lo que voy a hablar. Tendré en cuenta, por supuesto, todo aquello que he aprendido sobre este tema. Espero que mi testimonio les sirva como viático en el mundo de Gustave Le Rouge y en el universo de las grandes raíces sagradas.

Ha pasado mucho tiempo desde que recolecté mi última mandrágora. Era noviembre de 1976 y vivía entonces en Andalucía. Me había hecho amigo de una extraña abuela. ¡Tenía entre setenta y ochenta años! Al igual que una infinidad de personas de la generación de principios de este siglo, no conocía su fecha de nacimiento. Vestida de negro, su figura, encorvada por una espondilitis1 incurable, se perfilaba como una sombra pintada de luto sobre las fachadas encaladas de las callejuelas2 de Ojén3.

A mi llegada, y durante varias semanas, nuestros contactos se limitaban a intercambios de miradas furtivas a ras de mi ventana. Ella pasaba varias veces al día, arrastrando un gran capazo de paja trenzada, en el que guardaba sus tesoros. Cuando llegaba al borde del marco, ralentizaba y giraba la cabeza en un movimiento rápido, tratando de abarcar de un solo vistazo la sala en la que había instalado mi laboratorio.

Con el paso del tiempo, acabó por volverse más atrevida, pasando cada vez más tiempo mirando las hileras de tarros en los que maceraban plantas, bayas y raíces diversas. Un buen día, por fin me dirigió la palabra. Muy pronto nos hicimos amigos y, viendo mi interés por todas las tradiciones locales, pronto comenzó a confiarme una infinidad de recetas y fórmulas pertenecientes a la gran tradición andaluza.

Entre la infinidad de plantas involucradas en estas preparaciones, un gran número tenían en común el hecho de implicar al diablo en el enunciado de su nombre tradicional. Así, el elaterium llevaba el nombre de Cohombrillo del Diablo4 y la mandrágora, el de Manzanitas Diabólicas. Poco a poco, nuestras relaciones se volvieron lo suficientemente amistosas como para que se atreviera a visitarme en el laboratorio. No sabía leer, pero parecía fascinada por las hileras de libros que ocupaban dos grandes estantes de madera bruta. Interesado por sus reacciones, empecé muy rápidamente a mostrarle las ilustraciones, presentes en abundancia en todos los tratados de botánica y de asuntos médicos en mi poder. Aprendí así una increíble variedad de nombres vernáculos y denominaciones tradicionales, que me resultaron, de hecho, extremadamente útiles a lo largo de los años venideros.

Poseía entonces algunas fotocopias del más famoso y antiguo de los herbarios españoles: «El Herbario Salvador». La primerísima página de esta fantástica obra representa una variedad de mandrágora característica del sur de España: la Mandragora autumnalis. Se trata, en este caso, de una de las mandrágoras oficinales: Mandragora officinarum o «mandrágora hembra» (mandrágora foemina flora caeruleo5).

La etiqueta que acompaña a esta página del herbario lleva la nota siguiente: in Hispania frequens in Regno Granatae et Baeticae, circa Malagam, Gades, novembri et decembri floret. ln hortis colitur et mensis octobris floret et fructus junio maturat. A la vista de esta ilustración, reproducción en blanco y negro del verdadero herbario, me contó la siguiente historia que adapto libremente de lo que entonces me dijo en el dialecto andaluz de los Montes de Málaga.

Aunque todas las mandrágoras se parecen, sólo aquellas que crecen en tierras que pertenecen a los santos o a los dioses (en plural) poseen efectos mágicos. Así es como me indicó una ubicación muy precisa, situada en el término municipal de Alozaina, a la que ella llamaba «Aloza6». ¡Fue tratando de localizar exactamente el lugar del que me habló, que caí sobre la primera de las innumerables sorpresas que salpicarían mis relaciones con el «pueblo de las mandrágoras»!

Así, como la instaba a que me diera más información sobre las entidades a las que pertenecía este lugar, ella me respondió describiendo a un personaje que encontraría en fragmentos de muchas leyendas y muchas anécdotas, todas relacionadas con el territorio correspondiente a lo que fue el reino del «Rey Solís».

Este rey, presente en casi todas las historias del folclore local, había sido el último en resistir a los Reyes Católicos. En la entrada del pueblo, en una casa que alberga, aún hoy, la estatua milagrosa de la «Pastoretta de Ojen», hay un muro, pegado a la roca, ¡detrás del cual se encontrarían aún sus tesoros guardados y protegidos por misteriosos poderes!

El personaje del que me habló, en sí mismo, me dejó perplejo. Así, mi extraña amiga me describió a una anciana, alta y delgada, vestida de negro, con la cara muy blanca velada por una gasa, que protegía a los niños y a los heridos perdidos en la montaña. Hasta ahí, todo coincidía con una infinidad de otras descripciones que había escuchado por toda Europa. Sin embargo, un detalle me dejó boquiabierto: se trataba de la propietaria de la «tierra de las mandrágoras mágicas». Sólo las plantas que crecían en su territorio estaban provistas de virtudes mágicas... De repente, entendí de quién me estaba hablando: ¡era Átropos! Era la Parca encargada de cortar el hilo del destino. La fuerza de rostro humano, siempre descrita como una mujer vestida de negro, tierna y protectora con aquellos cuyo nombre aún no había aparecido en el pergamino en el que está escrito el destino de todo lo que vive, e implacable con los demás. «Atropa», la Parca7 guardiana y dueña de las puertas de la vida y la muerte, ¡era la clave de los poderes mágicos de la Atropa Mandragora! Ya había algo en ello que despertaba mi interés; pero, sumando el hecho de que las apariciones de Átropos fueron, y siguen siendo, extremadamente frecuentes en esta parte de la «serranía andaluza», toda esta historia, — hasta aquel momento casi banal —, empezaba a dar un giro verdaderamente sorprendente.

Al día siguiente, partimos, mi mujer y yo, hacia el pequeño municipio de Alozaina, muy decididos a localizar el lugar donde crecían las «mandrágoras de la Parca Negra». Como las indicaciones de las que disponíamos tenían más que ver con los caminos de cabras, comúnmente utilizados por los campesinos andaluces durante todo el período de la posguerra, que con las carreteras existentes, tuvimos que hacer innumerables desvíos — y perdernos mil veces — antes de llegar a la zona que estábamos buscando.

A pocos kilómetros de la pequeña localidad de Alozaina, cerca de Tolox y de sus fuentes termales, acabamos llegando a un desierto de piedras, en el reverso de uno de los incontables caos de rocas torturadas tan abundantes en esta parte de la Cordillera Bética.

Dos olivos, abandonados a su suerte desde mucho tiempo atrás, se erigían al borde de un inmenso campo de bloques erosionados, rodeados por una hilera de plantas jóvenes nacidas de las aceitunas caídas durante esas tormentas de terral8 que asolan toda la región y que provienen de las profundidades del Sahara, justo del otro lado del Estrecho de Gibraltar9. Montículos de escombros fragmentados dibujaban los sinuosos contornos de antiguas culturas abandonadas desde hacía mucho tiempo10. A media altura de uno de los flancos del desfiladero por el que habíamos llegado, unos cuantos matorrales de hierba más verde contrastaban sobre el fondo cobrizo de las plantas secas que adornaban el resto del paisaje, indicando sin duda la ubicación de un antiguo manantial11, olvidado y abandonado desde mucho tiempo atrás.

Justo debajo de ese lugar, posadas como ramos de un verde intenso salpicados de manchas violetas de las flores, se encontraban tres espléndidas mandrágoras. Alrededor de ellas, la vegetación rasa era más escasa, como si los propios hierbajos respetaran el espacio vital de estas plantas míticas.

Entre las rosetas de hojas de color verde oscuro, dos de las mandrágoras estaban adornadas con flores de color púrpura, veteadas de violeta12, manifiestamente al final de la floración. Se podían distinguir, en el corazón de los pétalos coloreados, las minúsculas bolas de los ovarios fecundados, promesas de frutos futuros, ya en proceso de maduración en el tercer plantón, el más voluminoso.

Después de un momento, descubrimos en los alrededores una docena de otros ejemplares hasta entonces ocultos por las ondulaciones del suelo. La mayoría eran ya portadoras de frutos. Sus hojas se extendían en el suelo, como agotadas por el esfuerzo de la recién finalizada floración. Decidí seguir literalmente las indicaciones de mi vieja amiga. Para ello, tuve que excavar en la parte más espesa de la mancha de vegetación hasta encontrar el agua, que se encontraba, de hecho, a escasa profundidad.

Tan pronto como pude disponer de una cantidad suficiente para llenar un vaso, empecé a regar el suelo alrededor de la mandrágora que había elegido. Luego, siempre siguiendo el ritual que se me había indicado, regué las otras mandrágoras en un radio de dos metros, pero esta vez, poniendo el agua directamente sobre las plantas. Después de media hora, procedí a desenterrar la mandrágora cavando en la tierra ablandada por el agua, alrededor del plantón elegido.

La raíz antropomorfa era magnífica. Enorme y bífida, el contorno de otras dos raíces bifurcadas en la parte superior le otorgaban un aspecto groseramente humano. La introduje en el gran saco de lona traído para este propósito, luego embebí generosamente el paquete antes de meterlo en el maletero del coche. Mi amiga había insistido encarecidamente en este aspecto del ritual. Por lo que a mí respecta, estoy convencido de que se trataba de una precaución muy natural, destinada a evitar una posible intoxicación por las emanaciones y exhalaciones de la planta recalentada por el sol13. Veremos más adelante que la plétora de componentes volátiles, presente en sus diferentes partes, hace que esta hipótesis sea perfectamente plausible. Con la raíz de Atropa bien envuelta y protegida por el algodón mojado, regresamos hacia Ojén y mi laboratorio.

Mi vieja amiga debía de estar esperando nuestro regreso, pues, apenas diez minutos después de nuestra llegada, golpeó los cristales de la ventana. Había cogido rápidamente la costumbre de cerrar mi laboratorio tan pronto como el sol dejaba de penetrar en él. Se trataba de evitar la invasión de mosquitos que nacían y aparecían en auténticas nubes en cada crepúsculo, y a los que el intenso olor de los aceites esenciales parecía volver locos.

Ella se encargó de liberar a nuestro antropomorfon14 de su envoltura húmeda. Lo elevó, observándolo cuidadosamente a contraluz, acariciando y enderezando las hojas de la roseta que ahora colgaban, ya marchitas por el bochorno de la tarde que ya acababa.

Me hizo llenar la gran pila de piedra en la que solía enjuagar y lavar las plantas recolectadas en la montaña antes de separar las partes útiles para mis pruebas. Recostó en ella nuestra raíz cautelosamente, dejando fluir sobre ella un minúsculo chorrito de agua.

— Mañana por la mañana15 haremos un «cabalgador», afirmó mientras trabajaba.

En realidad, «chevaucheur16» es la única traducción que me vino a la mente cuando la escuché pronunciar algo como «cabah'ldoh», sonido que, conociendo el acento sabroso de la población de Ojén, había interpretado naturalmente como correspondiente a «cabalgador». No fue hasta el día siguiente que pude darme cuenta de que se trataba de algo totalmente distinto.

El sol apenas salía cuando ella ya estaba en la puerta del laboratorio, llevando, como siempre, su gran capazo de fibra trenzada. En su interior había toda una serie de paquetes, envueltos en pedazos de tela blanca. Todavía llevaban, en los muchos pliegues regulares de sus arrugas, la marca de las vigorosas palmadas asestadas en el lavadero antes de ser colocadas sobre la hierba para secarse impregnándose de sol.

Desde su entrada, se apropió de la gran mesa de madera blanqueada, pulida por los innumerables lavados con lejía, necesarios durante largos años de uso. De manera autoritaria, apartó los frascos y los morteros que le estorbaban.

Ante mi asombro, me explicó que era necesario que nada pudiera molestar a nuestra mandrágora . Digo nuestra mandrágora17, aunque, en lugar de nombrarla, se limitaba a indicar, con un movimiento de cabeza, la cuba de piedra en la que aún fluía sobre la gran raíz el chorrito de agua regulado la noche anterior.

Una vez despejada la gran placa de madera barnizada, empezó a extender toda una serie de paquetes que sacaba, aparentemente en un orden muy preciso, de su capazo. Por último, sacó el único paquete negro de su colección.

En vez de tela, se trataba de una pieza irregular de un cuero muy fino y brillante, como si hubiese sido impregnado con aceite o grasa18, que desenrolló inmediatamente, revelando un objeto de metal negro, de estilo muy antiguo. La pieza de cuero desprendía un olor penetrante y pesado en el que se mezclaban aromas amaderados, trazas de olores animales y otro olor acre y mareante que más adelante supe que se trataba del olor característico de los preparados hechos a base de mandrágora.

El objeto misterioso era un cuchillo, que heredé y que aún se encuentra en mi poder. En el mismo momento en que escribo estas líneas, se encuentra posado sobre una hoja de papel canson justo a mi lado. Aún irradia el mismo poder inmemorial. Aún sigo siendo tan sensible a su presencia y a su fuerza como aquella mañana en que lo vi por primera vez19.

Una vez que hubo dispuesto todos sus tesoros sobre la gran mesa, cogió con delicadeza la gran raíz y, con ayuda del cuchillo, quitó, una tras otra, todas las hojas fatigadas de la base de la corola. Luego podó los tallos de todas las flores menos de dos, a las que les quitó los pétalos, dejando el óvulo desnudo. A continuación, cubrió los dos pequeños frutos con los pétalos previamente aplastados, y envolvió toda la parte aérea de la planta con ayuda de uno de los pedazos de tela blanca que habían servido para llevar sus misteriosos paquetes. Aunque todos sus gestos eran bastante simples, cada uno de sus movimientos parecía despertar recuerdos sepultados en lo más profundo de la memoria humana. Algo estaba sucediendo que sumergía sus raíces en lo más lejano de ese fondo atávico del que todos provenimos.

He sentido a menudo la misma impresión al contemplar actos a veces muy simples20: ¡un campesino limpiando con ternura y seguridad una planta de grosella negra creciendo al borde de su campo, un tipo sembrando trigo entre dos canales en medio del delta del Nilo, un viticultor midiendo con un gesto el grado de madurez de los racimos de su viña!

Hay, en medio de cada uno de nosotros, un espacio atemporal donde sobreviven todos los actos fundamentales de la vida. Estos actos revelan la inmensa intimidad que nuestros ancestros debieron mantener con la naturaleza, en medio de la cual se desarrolló el florecimiento, a menudo amargo y desesperado, de sus existencias. ¡Uno de los fundamentos de la magia parece ser el constante aprendizaje e interrelación de todos los seres a lo largo de los siglos y las distancias! Todo sucede como si cada acto, hecho conscientemente por un hombre21, dejara un rastro indeleble en las estructuras profundas de todos los demás. Todos estos pensamientos pasaban por mi mente mientras veía los gestos sorprendentemente precisos de mi amiga colocando su material sobre mi gran mesa.

Una vez que todo quedó ordenado y dispuesto como ella deseaba, volvió a coger la gran raíz ahora envuelta y, con movimientos extremadamente secos y precisos, casi quirúrgicos, hizo en la parte superior del antropomorfon una serie de incisiones paralelas reproduciendo una apariencia de implante de cabello. Luego, muy rápidamente, dibujó un triángulo en la intersección de los dos troncos principales de la raíz bífida. Una vez hubo terminado, volvió a sumergir la mandrágora en el agua, cubriéndola con la pieza de «piel de España» que había envuelto el cuchillo que acababa de usar.

En la mesa había varios paquetes de semillas. Cogió el más pequeño, que parecía contener un puñado de arena negra, y que me dijo que era «zaragatona». Se trataba en realidad de un puñado de semillas de Plantago psyllium22, que inmediatamente colocó en un cristalizador, e hizo hervir durante algunos segundos antes de filtrar el jugo humeante por medio de un colador de paja trenzada, previamente empapado en vinagre de Jerez que había traído con ella en su increíble capazo.

Tras haber vertido el resultado de su experimento en un gran charco sobre la placa de mármol encastrado en la mesa, comenzó a espolvorearla con el contenido del último de sus paquetes. Se trataba una vez más de semillas. Diminutas, casi polvorientas, las semillas de «mijo de sol23» se adhirieron inmediatamente sobre la mácula del mucílago templado, que ya se estaba endureciendo.

Se puso a soplar sobre su extraño preparado. ¿Para enfriarlo? ¿Para eliminar el exceso de semillas que no se adherían a la superficie? ¿Para proceder a algún rito más oscuro24? No me atreví a preguntárselo en ese momento, y cuando lo hice, unos días más tarde, ¡pareció repentinamente aquejada de una sordera total!...

Una vez que el mucílago se coaguló y todas las semillas de «mijo» se pegaron a su superficie, se puso a cortar ese extraño pastel en láminas de unos milímetros de anchura. Luego las cogió, una por una, para enrollarlas entre sus manos apretadas, mientras soplaba sobre los negros bastoncillos que emergían de sus dedos; confirmando así mi certeza de que su soplo tenía otra importancia que la de enfriar su preparado, ya que éste estaba frío desde hacía ya largos minutos.

Los bastoncillos oscuros, salidos de sus manos y distribuidos en estrellas atípicas, dibujaban un cielo imposible sobre la superficie de mi gran mesa. En el momento de volver a cogerlos para organizarlos sobre el antropomorfo, me dijo: «Ya está bien: tienen el frío25...».

Una vez organizado este cielo sin astros, cogió las barritas moteadas, una por una, para enrollarlas con infinita dulzura sobre las marcas de las incisiones que había hecho unos minutos antes. Sus manos se movían constantemente, adjuntando y enrasando, frotando y acariciando, tiernas a la vez. Repartían la mezcla germinativa: ¡futura cabellera y vellosidad del antropomorfo que estaba naciendo!

Unos minutos más tarde, la gran raíz ya tenía una personalidad... Su cabeza y su sexo, negros y grumosos, incubaban y albergaban éxtasis y fantasmas sin límites. De golpe, algo había invadido, o comenzado a habitar, ese espacio vegetal que empezaba a escapar de nuestro mundo. Las superficies mucilaginosas absorbían la luz que, por el contrario, era despedida en múltiples reflejos por la superficie húmeda, de relieves anulados, de aquello que (nos gustase o no) era, desde ese momento, un ser nuevo y desconocido, dormido entre las manos de mi amiga, quien moldeándolo y acariciándolo, acababa de reponerle, o de conferirle, su memoria.

El «cabalgador» había empezado a existir. Mi amiga se secó con un movimiento del antebrazo el sudor que, a pesar de la hora matinal, empezaba a perlar su frente. Se dio la vuelta, manteniendo una amigable mano posada sobre el torso de este ser entre dos mundos que yacía sobre mi mesa. «El Cabah'aldoh26… está bien. Puede empezar a dar y coger vida. Es un gran solatro27!...». Debo admitir que, en ese momento, aunque hablaba perfectamente español, me sentí desorientado. Las palabras y la entonación no coincidían con la canción, la música de la lengua: ese encanto penetrante que le da sentido antes de que lo escuchemos y que está en la fuente de todos los lenguajes adquiridos.

Súbitamente, el encantamiento desapareció, como diluido por la intensa luz del sol que, ahora, daba de lleno sobre las vidrieras del laboratorio. Mi vieja amiga recogió desordenadamente el resto de sus paquetes ahora esparcidos sobre la madera bruta. En silencio, volvió a meter en su gran capazo todo lo que quedaba de los ingredientes que, un momento antes, aún eran el vehículo de un universo mágico.

En el momento de salir, se volvió y me dijo que ahora debía volver a colocar al «Cabah'aldoh» ahí donde lo habíamos encontrado y que, si lo deseábamos, fuéramos a recolectar en una luna los frutos que daría, a fin de hacer un vino que, según ella, nos abriría las puertas de un mundo en el que todo lo que acabábamos de hacer era perfectamente normal.

Haría falta un gran volumen para explorar todas las implicaciones, cuasi metafísicas, de esta importante afirmación. Las investigaciones farmacodinámicas relacionadas con la mandrágora reúnen, en la descripción de los efectos producidos por la absorción de ciertos componentes, los datos conocidos desde hace siglos, sobre los universos que acompañan al nuestro y que sólo son accesibles a los místicos o iniciados. Pienso más concretamente en las tierras míticas de «Hurqâliah» y «Xvârniah» (descritas por los místicos sufíes y comentadas por Henri Corbin), en el universo del «Eck-Vidya» y quizá incluso a esa «Pléroma» a la que parecen haber tenido acceso, a lo largo de los siglos, ciertos seres excepcionales.

Debo ahora, para acabar de contarles este episodio de mi vida, confiarles que efectivamente replanté el antropomorfo en el agujero que excavamos para extraerlo, y que las visitas realizadas durante los años siguientes me han permitido constatar que ¡había retomado su destino!

Epílogo

Nunca he recogido sus frutos y no he bebido el vino del pasaje entre los universos. Mi vieja amiga está ahora fallecida, pero tuve la impresión, durante algunas excursiones en las tierras de Aloza, de que alrededor de las grandes raíces y sus corolas de hojas, flotaba como un recuerdo de su perfume: la sombra de su presencia.

Kœur-la-Petite, mayo 1991

Notas

1 Es interesante señalar que la espondilitis erosiva anquilosante de Romanus, en la que los rebordes vertebrales anteriores se erosionan y rompen progresivamente la silueta del enfermo (llegando, como en el caso que nos ocupa, a darle una forma «angulosa») es uno de los casos descritos por muchos autores (entre ellos, el famoso Nicolas Lémery) en los que la mandrágora se utilizó, durante siglos, para mitigar los dolores y mejorar los andares de los aquejados.

2 Nombre dado a las calles estrechas (conservadas sin cambios desde la época de las medinas árabes) que encontramos en todas las ciudades antiguas de Andalucía.

3 Este pequeño municipio en la provincia de Málaga, al sud-sudeste de Coín, ya fue descrita en las crónicas romanas que hablan sobre la batalla de Monda (el centro del mundo), según la cual los heridos fueron sanados gracias, entre otros, a extractos de mandrágora.

4 El Ecballium elaterium se conoce desde hace mucho tiempo y en las materias médicas abundan fórmulas que emplean, algunas el fruto, algunas el extracto de la planta fresca. Las fórmulas más clásicas son aquellas que usan el jugo reducido a una pasta espesa o elaterio. Hay dos tipos de Elaterio medicinal: el elaterio blanco o elaterio inglés y el elaterio negro o elaterio de Malta. Ambos se usan como purgantes drásticos. Existe, por otra parte, en el «Tesoro de los Pobres» (p. 15 de mi versión manuscrita del siglo XVIII) la descripción de una fórmula analgésica basada en la utilización del aceite obtenido al freír los frutos del ecballium. La menciono porque es idéntica en sus términos, su contenido y su utilización a otra fórmula que emplea los frutos de Mandragora invernalis.

5 P. Jacques BARRELIER en «Plantae per Galliam, hispaniam et italiam observatam». París 1714.

6 Al-Ozza era una de las diosas veneradas por los Koraichitas, tribu de La Meca, de la cual Abd el-Mottalib, el abuelo de Mahoma, era el jefe. Las relaciones de esta tribu con una tradición antediluviana relacionada con la llegada de dioses venidos del cielo, dirigidas por un misterioso personaje llamado Koreisch (sería necesario meditar sobre la extraña permanencia de los sonidos K, R, Sh que se puede encontrar en relación con Cristo, Krishna y Koreisch), y que acompañaban una enorme estela negra, constituye uno de los múltiples enigmas que quedan por resolver para los buscadores de lo absoluto.

7 El nombre de «Parca» posee una etimología dudosa. Se le puede, en efecto, por antífrasis (es la hipótesis comúnmente aceptada) relacionar al parcere del latín, perdonar (la vida): ¡por el contrario, las Parcas no perdonan (la vida) a nadie! Entre los romanos estas diosas infernales tenían los nombres de Nona, Decima y Morta. En mitología se les conoce bajo los nombres de Cloto, encargada de hilar los días y los eventos de la vida, Láquesis cuya función es la de tirar las suertes, y Átropos que se encargaba de cortar, con sus tijeras fatales, el hilo de la existencia. Entre los griegos se les llamaba Moiras (moirai: suerte o destino atribuido a cada uno), lo que permite, tal vez, comprender mejor por qué Dioscórides Anazarbeo da, entre otros, el nombre de «morion» o «moiron» a la mandrágora.

8 Terral es el nombre dado, en la parte sudoeste de la provincia de Málaga, a los vientos cálidos y cargados de arena que llegan a la Península Ibérica venidos desde las fronteras saharianas. Tradicionalmente, se le ha atribuido a este viento la propiedad de exaltar la locura y alterar el comportamiento de los humanos y de los animales. Incluso hay sentencias dictadas en Málaga, en las cuales el terral ha sido admitido como circunstancia atenuante en algunos casos de asesinatos. Al terral también se le llama «viento de Barbaria», aunque este término es más específico de la zona de Azahar de los Atunes, en la vertiente atlántica de Gibraltar. Investigaciones recientes realizadas tanto en Suiza como en Israel sugieren que el terral, como el foehn, el simún, el jamsin y muchos otros vientos cálidos, que llegan después de haber friccionado grandes masas rocosas, son los vectores de un enriquecimiento anormal de la atmósfera de iones positivos que tienen un efecto increíblemente poderoso sobre el comportamiento humano.

9 El nombre de Gibraltar proviene del árabe Djebel al-Tarèk (la montaña de Al-Tarèk), llamado así por el nombre del famoso jefe musulmán artífice de la conquista de esta zona por los moros.

10 Siempre me ha conmovido la intensidad tan particular de las sensaciones y los pensamientos experimentados en lugares donde el asentamiento humano ha dejado sus huellas. Ya Chateaubriand y todos los románticos mostraron su atracción por las ruinas. Será que, de alguna manera, las emociones y los pensamientos humanos dejan una impronta en la materia, susceptible de ser leída o percibida inconscientemente por otros seres humanos. Desde este punto de vista, los episodios de pánico deben replantearse y considerarse como liberaciones casuales de información acumulada, por todas partes, en la materia de los lugares en los que ha vivido el ser humano, con una fuerza muy especial cuando los eventos vividos en estos lugares estuvieron revestidos de una intensidad dramática particular.

11 La frecuencia con la que, desde esa época, me he encontrado colonias de mandrágoras en los alrededores de manantiales olvidados o medio secos, y esto es aún más pronunciado si, en los aledaños, se encontraban las ruinas de una cabaña de pastor, parece reforzar una de las lecturas etimológicas del nombre de esta planta. Así, algunos autores atribuyen este nombre a dos raíces griegas: «Mandra» = cabaña de pastor, y «Agora» = asamblea. Esto implicaría, ya sea la abundancia de la planta en las cercanías de las cabañas de pastor, ya sea, y esta es la versión que prefiero, que algunas personas se reunían debido a la presencia de las mandrágoras necesarias para la elaboración de sus pociones. Construían ahí refugios utilizados después por los pastores. De hecho, sería absurdo poner un rebaño de ovejas o cabras en una tierra de mandrágoras, debido a su toxicidad.

12 Esta coloración específica parece caracterizar la subespecie de la mandragora officinarum Linneo, llamada por Bauhin mandragora fructu rotundo, mandragora autumnalis por Bertoloni y «mandrágora macho» por Dioscórides Anazarbeo. La posible ambigüedad con la mandragora vernalis Bertoloni queda invalidada por el hecho de que la única mandrágora natural de la Península Ibérica es la mandragora autumnalis cuya floración puede continuar durante todo el invierno, lo que corresponde perfectamente a la época en la que recogí mi primera mandrágora andaluza.

13 Por todas partes se conocen tradiciones sobre árboles o plantas «hadas», cerca de las cuales no se debe ni instalarse ni dormir. Nogales, higueras, mandrágoras o lirios, arums o jazmines, cada región parece tener sus plantas predilectas.
  Los descubrimientos más recientes sobre la aplicación transcutánea de medicamentos, así como los trabajos de Gattefossé sobre la penetrabilidad de los aceites esenciales, me llevan a pensar que no se trata de una superstición, sino al contrario, de uno de esos conocimientos eficaces, provenientes de tiempos remotos, que siempre deberíamos tomar en la mayor consideración. Muchos de mis amigos hablan incluso de los vestigios de una gran civilización antigua transmitidos de generación en generación por unos pocos supervivientes.

14 Es bajo este nombre de antropomorfon que encontramos citada a la mandrágora, tanto por Teófilo, como por Dioscórides Anazarbeo. Numerosos botánicos y eruditos medievales como del Renacimiento siguieron esta costumbre.

15 Es particularmente significativo dejar el antropomorfo durante una noche entera bajo un chorrito de agua. No creo que sea una medida agrícola que aspire, por ejemplo, a mantener viva a nuestra mandrágora. Todos conocemos la pronunciada resistencia de todas las raíces a las condiciones difíciles. Estoy convencido de que se trataba del conocimiento instintivo de los comportamientos de aquello que Paracelso llamaba la «entidad natural». A este respecto, esto es lo que dijo en el tercer tratado pagano (Pagoyum): «…si la anatomía es llevada, en la nueva vida, hasta tal punto de que el firmamento y las estrellas aparezcan en ella, entonces es perfecta, así como el árbol emerge de la semilla, y la hierba surge de su germen, igualmente es necesario que, en la nueva vida, emerja lo que habitualmente se consideraba como escondido y que sin embargo está presente…». La «carga sideral», como la llamaba Cornelio Agripa de Nettesheim, tradicionalmente sólo se obtiene mediante el uso del vehículo del agua y de las emanaciones nocturnas del remoto cosmos. Es probable que en este preciso caso se tratase de suscitar, o de facilitar, la aparición de una nueva identidad para nuestra mandrágora, a no ser que, sencillamente, se tratase de conferirle otro nacimiento de agua y de noche, a fin de que la operación de animación a la que iba a someterlo, pudiera tener éxito. Qué esperaba conseguir mi amiga, si no es más que una repetición de lo que Platón describe en el «Timeo» cuando trata el alma del mundo: «Respecto al alma, habiéndola colocado en el centro del cuerpo del mundo, la extendió por todo el cuerpo e incluso más allá de él y envolvió con ella el cuerpo. Así formó un cielo circular, un cielo único, solitario, capaz, por su propia virtud, de permanecer en sí mismo, sin necesidad de nada más, pero conociéndose y amándose a sí mismo suficientemente… Pero el Dios, él, dio forma al alma antes que al cuerpo: la hizo más antigua que al cuerpo por la edad y por la virtud, para gobernar como jerarca... (composición del alma del mundo): he aquí de qué elementos y de qué manera. De la substancia invisible, que se comporta siempre de manera invariable, y de la substancia divisible que está en los cuerpos, compuso entre las dos, mezclándolas, un tercer tipo de substancia intermedia que comprende la naturaleza del Mismo y la del Otro. Y así la formó, entre el elemento indivisible de estas dos realidades y la substancia divisible de los cuerpos. Después, cogió estas tres substancias y las combinó todas en una única forma, armonizando necesariamente con el Mismo la substancia del Otro que se dejó unir con dificultad. Mezcló las dos primeras con la tercera e hizo de las tres una sola». Sin duda, los verdaderos arcanos involucrados en los experimentos de mi amiga superan con creces nuestras capacidades intelectuales, sin embargo, pienso que una reflexión seguida sobre este aspecto particular, no puede más que conducirnos al mayor respeto hacia los actos tradicionales, incluso si son, en apariencia, los más simples.

16 Aunque esto no se trate en absoluto de lo que quería decir mi vieja amiga, como veremos más adelante, esta interpretación era, sin embargo, bastante plausible. De hecho, esta palabra fue pronunciada muchas veces durante muchos procesos de hechicería. Los desafortunados designaron con este nombre dos cosas muy distintas: se trataba, ya sea de su demonio familiar que los cogía sobre su espalda para llevarlos al Sabbat (el akelarre vasco), ya sea del ungüento con el que se untaban las axilas, las ingles y los genitales.
  Lo más extraño de estos testimonios es, sin duda, que prácticamente todos los «hechiceros» entrevistados cuentan el mismo relato. Describen, a veces con gran detalle, el viaje por los aires, la llegada al lugar del Sabbat y las «ceremonias» que tenían lugar entonces. La pregunta que es imposible, a este respecto, no hacerse, es la siguiente: ¿sería posible que existiesen fórmulas que condujesen a la consciencia hacia el contacto con otras realidades o bien con la parte del inconsciente colectivo común a todos los pueblos, a todas las culturas?
  Estos ungüentos, de los que conocemos muchas fórmulas, incluyen casi siempre la mandrágora, mezclada con otras solaneas y con algunas sustancias alucinógenas.
  La fórmula que es la base de todas las demás parece haberse transmitido desde la más remota Antigüedad. Las recetas que aparecen en la cuenca del Mediterráneo, tras la desaparición de los ritos y los iniciados de las escuelas de Eleusis, retoman en sus componentes toda una serie de sustancias utilizadas durante las celebraciones dionisíacas de los grandes y pequeños misterios.
  Es así como los preparados de gramíneas fermentadas, cuyas semillas estaban contaminadas por la claviceps purpurea o por una de sus subespecies, daban una «cerveza» cuyos componentes constituían una verdadera bomba alucinógena.
  Cuando esta preparación se usa a continuación para obtener extractos de raíces de mandrágora fresca (que contenían en ese momento, además de atropina, escopolamina y mandragorina, toda una serie de auxinas y estimulinas biógenas cuyas moléculas, al igual que la del LSD, son todas construcciones que incluyen el famoso anillo indol, que parece ser uno de los secretos de las sustancias alucinógenas), no hay lugar a dudas de que la reducción, hasta lograr una consistencia de extracto blando, sólo puede dar fórmulas de efectos aterradores, por fortuna mitigados por la técnica transcutánea generalmente utilizada.

17 No fue hasta mucho más tarde que me di cuenta de que, desde aquel instante, mi vieja amiga atribuyó una personalidad, una identidad a la gran raíz. Imitó, de este modo, un comportamiento común a todas las tradiciones mágicas europeas. Sin duda, es muy importante recordar, a este respecto, el concepto de «Creode» elaborado por Rupert Sheldrake a propósito de las alteraciones del comportamiento adquiridas por grupos enteros desde el instante en que una experiencia concreta, y hasta entonces desconocida, era adquirida por un número determinado de sus miembros.
  Personalmente, no tengo ninguna duda sobre la validez de esta sorprendente teoría. Es, por el momento, la única que nos permite empezar a comprender cómo ciertas prácticas aparentemente desprovistas de toda coherencia, así como de interpretación lógica, llegan no sólo a transmitirse a lo largo de los siglos, sino que aún son susceptibles de aparecer en grupos culturales totalmente aislados de cualquier fuente común con los pueblos y las culturas que parecen encontrarse en el origen de estas costumbres.
  He hallado, de hecho, comportamientos idénticos en las descripciones que quedan de las relaciones con otras raíces antropomorfas en las antípodas del mundo europeo.

18 La España musulmana desarrolló un extraordinario tratamiento de los cueros con esencias y sustancias aromáticas. ¡Había peleas por las pieles de España! Estos cueros agamuzados eran tan finos que se podía hacer un par de guantes con ellos e introducirlos, doblados y aplastados, en una nuez. Los tratamientos y procedimientos que permitían esta proeza técnica fueron, durante mucho tiempo, objeto de un secreto transmitido únicamente entre iniciados. Estos cueros eran extraordinariamente fragantes. Los aromas que manaban de ellos poseían una persistencia e intensidad inimaginables. Hace unos años, tuve ocasión, en casa de José María Martínez Pardo, un amigo madrileño, de tener en mis manos una nuez, recubierta de plata fina, que contenía uno de estos guantes. Después de varios siglos, todavía despedía un aroma sensual de rosa y almizcle, realzado por trazas amaderadas.
  Parece que las técnicas empleadas han estado todas cerca de la que les voy a indicar y que me fue confiada hace muchos años. Hay que coger una piel de gamuza entera y hacerla macerar durante una semana en agua de rosas acompañada de virutas de roble. Al cabo de ese tiempo, hay que extenderla, sin estirarla, sobre una placa de pizarra. Tan pronto como esté seca, hay que impregnar los bordes de la pieza con una mezcla de aceite de oliva y de esencia de rosa. Una vez que los bordes se hayan ablandado por este tratamiento, hay que enrollarlos cuidadosamente a fin de hacer un ribete que servirá para retener las sustancias que derramaremos sobre ella en abundancia. La primera mezcla consta de cedro, rosa, sándalo, naranjo, clavo, canela y jazmín, en la que diluiremos suavemente, al mero calor del sol, la misma cantidad de mirra, incienso, benjuí y bálsamo de cistus (la «jara» andaluza). Hay que empapar generosamente la pieza de cuero, dejar evaporar, y repetir la operación hasta que sea imposible hacerla absorber un nuevo suministro. En ese punto, hay que despegar la piel de la placa de pizarra y untarla diariamente, durante al menos una lunación, con una hábil mezcla. Para ello, hay que amasar, a partes iguales, almizcle, cebolleta, ámbar, esencia de cedro y una papilla de assafoetida triturada en ládano (la exudación natural de la jara española).
  Al cabo de un mes, hay que doblar la piel, aún untada de la última mezcla, de forma que queden en contacto los dos extremos de la pieza de cuero. Este plegado debe repetirse varias veces, para alcanzar de manera igualada todas las partes de la piel. La última operación consiste en secar la piel española al sol, volviéndola frecuentemente y amasándola, con el fin de que adquiera la sedosidad y suavidad que le hicieron honor. Nunca he experimentado esta receta, entre otras razones, porque estoy convencido de que está incompleta y debido al precio de coste de los ingredientes, que supondrían una locura digna de las Mil y Una Noches. Estas pieles tuvieron, sin embargo, un éxito difícil de imaginar a día de hoy.
  Incluso se dice que fueron utilizadas para cometer crímenes dignos de las más atrevidas de las novelas negras. ¡La pequeña historia cuenta que Catalina de Médici habría usado un par de estos guantes impregnados con veneno para hacer desaparecer a Juana de Albret! La opinión general es que un veneno capaz de producir la muerte por el mero contacto no existía en aquella época. Sin embargo, parece ser que Renato el Florentino (perfumista y fabricante de venenos sutiles que había llevado consigo y se había instalado en París) tenía el conocimiento de ciertas fórmulas que emplean sustancias orgánicas putrefactas, extractos de mandrágora y jugos de plantas provenientes del Nuevo Mundo. Un veneno de este tipo, que combina los efectos de la atropina, de la mandragorina y del curare con el de las toxinas botulínicas, ¡podría, de hecho, haberse camuflado con los extractos de almizcle y violeta que impregnaban estos guantes!...

19 La lámina de metal batido es lanceolada. El hierro negro está, por algunas partes, recubierto de lo que parece ser un sedimento de otro metal de color cobrizo. Ningún rastro de oxidación altera la superficie de esta extraña arma. En algunas partes, restos de una sustancia oscura (que por respeto nunca me he atrevido a analizar) absorben la luz de mi lámpara de mesa. La forma general es la de una daga de montero o de lancero, muy rústica y tosca en el trazo de sus formas.
  Así como la hoja es de un solo filo, la virola y la placa recubierta de seda, atravesada por dos secciones martilladas, es de una sola pieza. La punta de la talla está salpicada de un granulado que sugiere que, en vez de forjarse, el arma se derritió, fundió y modeló en un molde plano, tal como se hacían las hachas de la era de Hallslatt.
  La única nota disonante la constituyen las proporciones de la cuchilla y del mango. Ahí, fantasmas erosionados de un adorno de madera dura, sin duda boj, todavía se inclinan en torno a las dos espigas de metal que emergen desde la superficie de la empuñadura.
  ¡Este cuchillo no fue hecho por una mano de hombre! ¡Su peso, sus dimensiones y su textura no se corresponden con los movimientos ni con la fuerza de una mano que tenga las proporciones de su empuñadura!
  El detalle más significativo lo constituye sin duda la inscripción que recorre la parte superior de la hoja, en el lado derecho de la virola, justo debajo del reborde rematado por el metal bajo golpes, sin duda, asestados por otro cuchillo, como parecen indicar las marcas transversales que cubren la parte superior aplanada de la gran hoja. Siguiendo, a medida que miramos, las marcas grabadas, y bajo la perspectiva desde la que le da la luz, se puede leer ¡«soy de mi dueño» o bien «demone yo»!
  En el otro lado de la hoja, solo un patrón repetitivo equilibra la misteriosa inscripción, como para acompañar por su grafismo, el flujo de fuerzas evocadas en la otra vertiente de esta extraña frontera que las cuchillas hacen aparecer en el medio de las heridas que infligen.

20 Fue con motivo de un reencuentro con un hombre extraordinario, que obtuve un comienzo de explicación. Se trataba de un «hamburgués», uno de esos compañeros carpinteros que aún, en los años sesenta, recorrían Europa.
  A lo largo de una fantástica vigilia, y sin duda para agradecerme el haberlo acogido para pasar la noche, me habló de la paciencia, que es el respeto por la labor, y de su significado, de la lentitud que permite la concentración e inconsciencia, la medida y economía de los gestos que permiten la precisión y aseguran la presencia, en la acción, de la intención que lo motiva.

21 Las investigaciones del bioquímico británico Rupert Sheldrake le han permitido definir un nuevo concepto que relaciona de manera «explosiva» la ciencia y todo lo que tenemos derecho a saber o pensar sobre la magia. Su teoría, conocida como la «teoría de los campos morfogenéticos» ha sido sometida, desde su primera declaración, a toda una serie de experimentos. Continúa, sin embargo, alimentando la polémica en el mundo, muy cerrado, de los investigadores de vanguardia.
  En lo que a nosotros respecta, el punto más importante es, sin ninguna duda, el que se refiere a la difusión de las habilidades adquiridas en una especie animal... ¡e incluso más allá!
  Ya se trate de conductas, de secuencias de aprendizaje o, más precisamente, de adaptaciones biológicas a situaciones que modifican la continuidad formal de los organismos, los «campos morfogenéticos» ponen en duda el aislamiento de las criaturas y obligan a pensar, por un lado, en una responsabilidad extendida de cada uno con respecto a todos los demás, al mismo tiempo que nos obliga, por otro lado, a reconsiderar todo el legado que nos han transmitido las diversas tradiciones.
  El fenómeno bautizado por Rupert Sheldrake como «resonancia mórfica» está ciertamente implicado en una infinidad de actos mágicos, pero mucho más concretamente en el que nos ocupa hoy. El fenómeno de «resonancia mórfica» que permite a los organismos reajustar sistemáticamente sus características físicas y dinámicas en caso de alteración de sus parámetros fundamentales parece ser, de hecho, la clave para entender cómo, ya en la era neolítica, algunos chamanes llegaron, alterando un animal o una parte de una de sus representaciones, a alterar y acondicionar la totalidad de una especie o de una manada.
  Obviamente, Rupert Sheldrake no ha llevado, al menos públicamente, las consecuencias de su descubrimiento hasta este tipo de razonamientos aleatorios. Sin embargo, la increíble coincidencia entre los axiomas de su teoría y los fundamentos conocidos de las magias imitativas no puede dejar a la mente totalmente indiferente.
  Para saber más sobre la cuestión, se debe absolutamente leer su obra: «A New Science of Life» publicada, en sus dos versiones, en 1981 y en 1985.

22 El plantago psyllium: la «zaragatona» española, el «flohwegerich» alemán, nuestra pulicaria o hierba de las pulgas se caracteriza por la abundancia de mucílagos que contiene. El interés de este hecho reside principalmente en el uso que hizo mi vieja amiga. De hecho, los mucílagos contenidos en abundancia en la preparación que acababa de realizar liberan, por hidrólisis ácida, ácido d-galacturónico y azúcares, en particular xilosa y galactosa.
  Gracias a las investigaciones de F. Hostettler, H. Deuel, E.L. Hirst, E.G.V. Percival, C. B. Wylam y l.C. Willox, su estructura empieza a ser conocida. Por otro lado, las investigaciones de M.l. Krivtsova evidenciaron la presencia, en las mismas semillas, de sustancias con efectos antibacterianos, que pueden desempeñar un papel en el uso que le dio mi amiga en su preparación.

23 El «mijo del sol» (nuestro gremil oficinal) o lithospermum officinalis, parece merecer los nombres vernáculos que le atribuye la tradición: «graine d'amour», «semilla del amor», etc. De hecho, las investigaciones realizadas después de los primeros descubrimientos de P. Delaveau en 1956 parecen demostrar las propiedades antihormonales, antitirotrópicas y antigonadotrópicas implícitamente evocadas por su uso tradicional como anticonceptivo.

24 Ya se trate del «Ruash» hebreo, del «Pneuma» griego, del «Anima» latina, del «Aliento de vida», del «Prana» o de la energía sutil del «Chi», se encuentra en todas partes y siempre que encontremos el soplo, exhalado de los pulmones, en el momento de dirigirse hacia una vía que implique al espíritu o las fuerzas supraterrestres generalmente ocultas al común de los mortales.
  Es, desde mi punto de vista, extremadamente importante señalar la característica fundamental del soplo como exhalación: la función respiratoria, que continúa ininterrumpida mientras dura la vida, es la única de las funciones orgánicas que puede ser consciente o inconsciente, dependiendo de cómo se ejerciten la consciencia y la voluntad.
  Las técnicas iniciáticas basadas en el primer grado sobre la respiración son legión. Ya se trate de la práctica de los «Mantras» o del «Pranayama», de la práctica bizantina del «Hezychas», de las versiones más modernas de «respiración cuadrada» usadas por el entrenamiento autógeno, de la «meditación trascendental» o de las muchas escuelas de meditación (que florecen por todas partes durante este fin de siglo), todas usan la puerta de la respiración para mitigar la impenetrabilidad de la frontera por debajo de la cual nuestra consciencia habitual no puede penetrar sin perderse.
  En lo que concierne a mi vieja amiga, sospecho, sin evidentemente disponer de elementos que me permitan afirmarlo, que mientras soplaba sobre su extraña mezcla, recitaba mentalmente una de las muchas fórmulas que pululaban en su memoria (transmitidas de siglo en siglo y de generación en generación, estas fórmulas, que he visto emplear exitosamente muchas veces, abundan tanto en España como en Francia o Italia).
  Conocemos un número determinado de estos conjuros, pero sin duda es necesario haber sido investido de una capacidad particular, o bien conocer al menos los objetivos exactos que se buscaban antes de usar uno de ellos con propósitos experimentales.

25 El concepto de frío asociado a la vida es muy antiguo (no tiene nada que ver con las aberraciones modernas de Hörbiger y sus secuaces) y parece asociado a una consciencia fundadora de ritos basados en las necesidades de la fertilidad.
  Investigaciones realizadas en México durante la última década parecen demostrar los efectos indiscutibles del frío, la oscuridad y la emoción sobre el potencial de germinación de las semillas y de los granos.
  El propio Paracelso comenta en el «Paramirum»: «...la escarcha (pruina, reiff) es engendrada (progenitum, geboren) en parte de las estrellas y se denomina: fuego proveniente del frío (unnd heist aus dem kalten fewr). Paltenio, en sus comentarios, cambia y mejora el concepto al hablar de: «nacido del fuego frío»...
  Paracelso, en el texto original, afina y especifica las transformaciones que son el hecho del «coagulado frío» (frigidum coagulatum): «Es de este modo que pueden ver, coagulados, los corales, los alumbres (alumina), las hierbas frías (mandragora, solatrum), las entalia (entalia, alumen scissu o escísil: es, según Roch le Baillif, el «alumbre de pluma» o «scaiola») y vitriolos, sales y otros.

26 Aunque, durante mucho tiempo, mi atención fue despertada por una infinidad de detalles sembrados en las palabras y los hechos de mi amiga, realmente no fue hasta ese momento que me di verdadera cuenta de lo que ella hablaba. No era un «cabalgador» de lo que nos estábamos ocupando, sino de un ser igualmente misterioso, aunque menos conocido: ¡era un kobold lo que estábamos ayudando a nacer!
  Los kobolds, los «Galgenmännlein», «Oaraunle», «Alraune», «Glücksmännchen», «Allerüncken», etc., son seres de apariencia vegetal, animados y dotados de habla, que intervienen en la vida y el destino de los humanos, susceptibles de establecer y mantener relaciones continuas y seguidas con la humanidad.
  Su hábitat tradicional normalmente se limita a los países del norte de Europa: Dinamarca, Suecia, Alemania, Austria y Suiza. Es muy probable que la presencia de esta tradición en el sudoeste de Andalucía se deba a que muchos mineros fueron literalmente importados para poder explotar las innumerables vetas presentes en el suelo y las «serranías» andaluzas.
  Los datos tradicionales de los que disponemos permiten reconocer en nuestro antropomorfon, vivificado y asumido por esta extraña abuela que nos servía de guía, una imagen perfecta de lo que la tradición alemana, entre otras, nos ha transmitido como retrato de uno de los seres de los intermundos.
  Cabe señalar de nuevo que, tradicionalmente, las representaciones de estos seres ¡se tallaban en raíces de mandrágora!...
  Cuando se les vestía (en azul y negro, usando terciopelo y seda) se les daba el nombre de «Monoloke» y se les daba como residencia un cofrecito de boj, un recipiente de vidrio o, cuando se deseaba conferirles la libertad, ¡una tumba lejos de cualquier árbol!...
  Es fascinante constatar cómo, venida desde las brumosas tierras del centro de Europa, una tradición tan antigua pudo dar un retoño, nutrido por las fuerzas solares del Mare-Nostrum ¡llegando a coincidir, incluso en su nombre, con el sonido original que le daba su significado!

27 Al principio pensé que mi vieja amiga quería decir que nuestra raíz se había vuelto solar, soleada o algo similar, pero ninguna alteración semántica nos permitía realmente llegar a tales conclusiones.
  No fue hasta mucho más tarde, mientras releía el «Liber Paramirum» de Paracelso, que finalmente descubrí el verdadero significado de este extraño vocablo que mi amiga acababa de emplear. En la cuarta página del sexto capítulo del «Paramirum», el gran Aureolo dice: «...así, la tierra (también) en sí misma, si se entiende (a sí misma) como TIERRA, tiene una generación particular... de la misma manera que las hierbas frías que nacen sobre (la tierra), como Solatrum, la rosa, la lechuga, la verdolaga...».
  Este término de Solatrum se usa muy poco, de hecho, no aparece ni en Dioscórides ni en los grandes farmacólogos. Sólo se encuentra en esta cita, muy reducida, de Paracelso y, antes que él, en un viejo libro de Saladino de Ascoli, médico del Príncipe de Tarento, publicado en Bolonia en 1488 por Echtoris bajo el título de «Saladini de Esculo, aromatariorum compendium», en el que se encuentra, en el folio 26, la mención de solatrum minus y más adelante, solatrum furiale. En el folio 29 se menciona el aqua solatri.
  Para acabar, se puede encontrar este término en «Das Buch der waren kunst zü distillieren die composita» de Hieronymus Brunschwig, publicado en 1513, en el que se menciona el solatrum mortale o «dolwürtz»; todo esto se puede verificar en la excelente traducción de Grillot de Givry.




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