El Camino del Ángel (texto) - André Malby

El Camino del Ángel (texto), André Malby

Título: El Camino del Ángel (texto)
Autor: 
Medio de publicación: Cassette, Ocho Huiteight S.L. (Olot)
Fecha de publicación: 

Este texto se corresponde con el contenido de la colección de cintas titulada «El Camino del Ángel», elaborada en el año 1994 para la productora Ocho Huiteight, propiedad del propio André Malby. Se trata del texto que André elaboró y sobre el que se apoyó para la grabación de dichas cintas. Estas citas nunca llegaron a ver la luz pública, dado que, finalmente, acabaron por convertirse en la base del libro «Aggelos: Las Presencias Angélicas» que, más tarde, publicaría a través de la Editorial Enrique Marín.

En este texto, André Malby nos habla de las grandes presencias benefactoras que, dependiendo de la tradición que las describía, ha recibido numerosos nombres: ángeles de la guarda, "devas", hadas, guías, espíritus protectores... ¿Qué son estas entidades? ¿Existen realmente? ¿De qué manera interaccionan con nuestra vida tangible y cómo afecta eso a nuestro libre albedrío?

A lo largo de su disertación, André expone numerosos ejemplos de contactos "conscientes" con este tipo de seres. Un duende observado por su esposa, Daniela, una ondina observada por Lucía Bosé, un angelote observado por él mismo... Toda una suerte de apariciones inexplicables que son, a su juicio, tenues manifestaciones de las grandes presencias que nos acompañan en el transcurso de nuestra existencia.

También plantea una interesante cuestión: ¿Podemos considerar "casual" una concatenación coherente de minúsculos acontecimientos si, al cabo, dan lugar a un resultado tan trascendente que parecía casi inexorable? Enamorados que se conocen gracias a una avería fortuita y a un retraso inesperado; trenes que se escapan por los pelos, salvando la vida de quien debía cogerlo; incluso una confusión del propio André que, de no haber sucedido, le hubiera costado la vida. ¿Son, estos sucesos, fruto del azar o de la acción benefactora de las grandes presencias? ¿Cuánta parcela de libre albedrío conservamos realmente, si son estas entidades las que guían los acontecimientos en momentos puntuales de nuestra vida?







El Camino del Ángel
Contactos y encuentros con las Grandes Presencias

El Camino del Ángel I

Bienvenidos a esta grabación dedicada a los contactos con las presencias benefactoras que nos acompañan a lo largo de nuestra vida.

Mi primer contacto con este nivel de realidad y experiencia se produjo a finales de los años cuarenta. Aún no había cumplido seis años y mi familia vivía entonces en Saint Sever, en lo que había sido el cuartel general de Wellington, justo enfrente de la famosa iglesia abacial de la que se enorgullece el Cabo de Gascuña.

El gran balcón que se extendía a todo lo largo de la fachada daba frente a la imponente entrada de la iglesia. Aquella mañana habían abierto las puertas de par en par para permitir el acceso a los que se ocupan de la decoración, la limpieza y el mantenimiento del templo.

Yo miraba, a través de la balaustrada de hierro forjado, a las mujeres que se acercaban a las capillas laterales, con los brazos cargados de flores. De repente, mi atención fue atraída por unos extraños movimientos en el coro.

Un niño, en pañales, rubio y rosado, como los angelotes italianos, estaba bailando encima del altar mayor. Iba saltando de un lado a otro, elevándose por encima de los grandes cirios dispuestos a cada lado. Se desplazaba con extrema ligereza. Hoy, rememorando la escena, diría que se desplazaba con lentitud.

No sabría decir cuánto tiempo duró exactamente este extraordinario espectáculo, pero guardo el recuerdo de mis manos, adormecidas por el contacto con las losas del balcón, cuando me levante después de esta visión.

Aquellos instantes han quedado, desde entonces, grabados en mi memoria y, cada vez que los evoco, me siento invadido por una inmensa nostalgia de ese momento fuera del tiempo, en el que pude sorprender la danza de un ser venido de otro nivel de realidad.

Vivimos –o creemos vivir habitualmente– sólo en una ínfima parte de lo que es, sin duda, la verdad integral de este universo. A menudo, llego a percibir –y, a veces, en los lugares más increíbles– un ambiente que despierta infaliblemente este sentimiento de que lo absoluto se encuentra al alcance de la mano, y que bastaría una pequeñez para que el velo que separa los universos se desgarre.

Mis repentinos encuentros con la inmensidad siempre son imprevisibles. Pueden ocurrir al pasar bajo las ramas, en la frondosidad de los bosquecillos de boj que cubren kilómetros de terreno alrededor de mi casa, o bien, es en el recodo de uno u otro de los terraplenes calcáreos de un blanco resplandeciente que salpican la landa cuando, de repente, se establece una calma radiante.

Al mismo tiempo la luz parece más intensa, como si proviniera de todas partes a la vez. El aire se torna más transparente. Los colores de las hojas, las flores y la hierba, son más vivos. Todos los detalles de lo que me rodea se vuelven de una extrema precisión. Las cosas y los seres parecen escapar de sus defectos. Como si de pronto estuvieran habitados por algo eterno y por un instante se hubieran convertido en sus propios modelos.

Otras veces es en mi despacho, en el momento de apartar los ojos de lo que estoy leyendo, cuando, de repente, me vuelvo consciente de una calidad especial de silencio. Las dimensiones de la pieza cambian. Siento a mi lado una presencia indiscernible, pero cuya irradiación de bondad y de afable inteligencia resulta tan intensa que se hace palpable.

Durante mucho tiempo he atribuido esas experiencias al cansancio y las cargas que han representado para mí, durante años, las consultas que pasaba cada semana, donde, en cada ocasión, tenía que enfrentarme con la desesperación y la angustia bajo todas sus formas.

Progresivamente he cambiado de opinión, al hilo del tiempo y de mis encuentros, cada vez más frecuentes, con otras personas que viven o han vivido experiencias similares.

Es así como he descubierto que, no sólo no era el único en conocer estos extraordinarios momentos, sino que la gente compartía, cada vez más, las mismas emociones, la misma indecible nostalgia y la misma felicidad interior.

Por supuesto que cada persona vive su vida de la forma que le es propia y que lo extraordinario, cuando aparece, se ajusta casi siempre a los moldes existenciales de aquel a quien se desvela. Los detalles y condiciones de cada una de las experiencias vitales que me han contado sus actores difieren, pero todos estos fragmentos de luz arrancados al infinito y colocados en el corazón de la rutina, que hace que la mayoría de las existencias se parezcan, se encuentran y convergen en su esencia.

Cada vez, afloran a la boca de mis interlocutores las mismas palabras: ¡gentileza, bondad radiante, amor, perdón…! Las grandes presencias, que nos rodean y acompañan constantemente, llevan con ellas, cuando se dejan entrever o presentir, una indecible aura de paz y compasión. Una atención alegre e irradiante de vida. Las condiciones locales que definen nuestro mundo cambian. El tiempo no transcurre de la misma forma. Los seres y objetos no reaccionan respecto a su medio de la manera habitual. La luz se ve afectada, pareciendo venir del interior mismo de las cosas.

Por una vez, esta consciencia nueva, vivida en el espacio de un instante, se transforma en otra lucidez. No es ya la luz que proyectamos sobre las cosas la que nos las hace ver. Es una repentina iluminación llegada de los espacios secretos del mundo interior, la que, entonces, nos revela la verdad de lo que nos rodea. Haciéndonos ver y vivir, en un relámpago, una realidad que nunca habíamos percibido, ni presentido.

De igual forma, todos hemos vivido uno de esos instantes en el que parece que el tiempo se para, cuando se hace un silencio absoluto justo en medio de una reunión amistosa, o durante una comida familiar. En esos momentos en los que siempre hay alguien que dice: «¡Vaya, ha pasado un ángel!».

Por supuesto, parece evidente, a primera vista, que los azares de la vida cotidiana escapan completamente a la influencia de esas presencias luminosas. Todo se encadena y desarrolla en nuestras vidas conforme a lo que aprendemos o sabemos de las circunstancias que nos rodean. ¡Todo –o casi todo– parece tener siempre una explicación lógica!

Sin embargo, el examen exhaustivo de todas –digo bien “todas”– las circunstancias de nuestra vida no tardarían en revelar fenómenos inexplicables. Rápidamente se descubriría que muchas desviaciones del curso de nuestras experiencias se han debido a una serie de casualidades menores, sin conexiones aparentes entre sí, salvo la representada por la historia personal de cada uno de nosotros.

Seamos honestos: ¿Qué influencia misteriosa podría haber impedido, por ejemplo, al mismo tiempo, que arrancara su coche una mañana, que se retrasara alguien de quien usted ignoraba incluso la existencia y que quedara libre un sitio, en un autobús que no tendría que haber cogido, al lado del ser que debía de convertirse en el compañero de su vida?

Un cuento de hadas, pensará usted. ¡En absoluto! Esta historia le ha sucedido a una pareja que conozco y que ahora vive en el norte de Francia.

Se podrían contar centenares de anécdotas del mismo tipo. Estoy seguro de que todo el mundo conoce, o ha vivido al menos una vez, una u otra de las mil variantes de esta situación. Es ese tren que se le escapa a un licenciado americano durante la guerra de Vietnam, impidiéndole que se encontrara en un camión que saltó aquel día por los aires a causa de una mina. Es esa persona que creí reconocer y que me hizo dar media vuelta cuando estaba a punto de cruzar un paso de peatones, en el preciso momento en que un borracho se saltaba el semáforo en rojo a más de cien kilómetros por hora. Por supuesto que no se trataba, en absoluto, del amigo que creía haber visto a lo lejos. No debía morir aquel día y una presencia benefactora se encargó de protegerme, a pesar mío.

¿Naderías, pequeñeces…? Puede ser, pero, cuando el azar se repite, cesa de ser casual. Tendremos ocasión, a lo largo de los diversos capítulos de este trabajo, de evocar muchas circunstancias y testimonios. Todos nos harán sentir, detrás del telón del teatro de la vida, la presencia de voluntades benefactoras.

Entidades atentas a los menores detalles de nuestras existencias, siempre dispuestas a actuar para que no nos perdamos. Compañeros de vida que velan para que no abandonemos esta búsqueda de la luz y lo trascendente, que están presentes detrás de todas las existencias, todas las vidas y todos los acontecimientos de la historia del mundo.

Evidentemente, puede rechazarse esta ayuda benefactora. ¡Se puede, en nombre de una libertad de la que –me temo– no tengamos una visión clara, decidir hacer lo contrario de lo que desearíamos con toda nuestra alma, simplemente para afirmarnos, desmarcarnos y conquistar una identidad engañosa, solo determinada por lo que rechazamos ser!

Por supuesto, siempre es posible rechazar la mano tendida. Siempre es posible dejarse guiar por las más incontrolables pulsiones, llegadas de las profundidades arcaicas de nuestro psiquismo. Lo cual no impedirá a la inmensidad del universo existir, ni tampoco impedirá a las grandes presencias continuar velando por nosotros.

De igual forma, ninguno de nosotros escapa jamás a su destino, sin duda, escogido y decidido antes de nacer. Un poco como cuando se decide hacer, por ejemplo, un viaje a Tahití, llegarías sin que las anécdotas de la vida en el barco durante la travesía cambiasen en algo, al viaje en sí.

La historia del gran poeta Esquilo nos ofrece un ejemplo perfecto. Un oráculo le había pronosticado que le mataría un golpe del cielo. Y, decenas de años más tarde, cuando se hallaba en Sicilia, en Gela, encontrará su destino. Un águila pescadora ha capturado una tortuga y da vueltas arriba, en el cielo, buscando una roca para romper el caparazón de su presa al dejarla caer. Esquilo es calvo. ¡El águila, tomando su cráneo por una piedra, suelta la tortuga y ésta rompe en su caída la cabeza del poeta!

En la historia, tanto antigua como contemporánea, abundan relatos similares. A veces, se trata de estas irritaciones de la consciencia que son los azares objetivos y el concepto de sincronicidad, formulado por aquel gran pensador que fue Carl Jung.

Otras veces, son acumulaciones de coincidencias, que deberían siempre estudiarse con el mayor respeto. Se trata siempre de situaciones de excepción, en las que el destino universal se entremezcla con los destinos particulares.

Cada vez que he tenido la oportunidad de poder examinar más de cerca las circunstancias que rodean cada una de esas situaciones, en las que el tejido de la coherencia se desgarra y deja entrever otro orden, otra estructura de la realidad, he encontrado las huellas de intervenciones inexplicables, salvo si se acepta la existencia de una voluntad que trasciende los límites de la comprensión humana. Maravillosos o trágicos, los destinos marcados por el dedo del ángel parecen ser siempre inevitables.

Las reflexiones sobre el azar chocan continuamente con el mismo problema: la elaboración de una teoría debe, necesariamente, seguir una repartición basada en la misma estructura del universo. ¡Pero parece que la observación de un fenómeno tiende a alterarlo! La observación o la única consciencia de alguna cosa modifica el objeto de esta atención.

Ya se trate de elementos de la realidad, de la duración de una experiencia, de la trayectoria de una partícula, o del comportamiento de alguien, ¡siempre hay lugar para una interacción con una consciencia!

El universo, observado o calculado por los investigadores de física teórica, podría ser en gran parte una proyección mental, y la existencia de una secuencia de acontecimientos o hechos totalmente fortuitos, una ilusión concebible en los límites de la imaginación humana.

El objeto de este trabajo es documentarles sobre la existencia de estas presencias, que son de muchas clases, como se darán cuenta al escuchar este trabajo. El otro objetivo es ayudarles a estar disponibles, para que las intervenciones o la simple presencia de estos compañeros de la eternidad se vuelvan parte integrante de su aventura interior. No se trata, en absoluto, de perturbar su existencia o imponerles ejercicios complejos, difíciles, incómodos o muy largos.


El Camino del Ángel II

Seguimos con esta grabación dedicada a las entidades benefactoras que acompañan a la humanidad desde la noche de los tiempos. Vamos a continuar explorando las características de estos encuentros y presencias, sentidos tan a menudo por innumerables seres humanos en el transcurso de los siglos.

Antes de seguir adelante con la infinidad de testimonios y manifestaciones de la realidad fuera del mundo –¡realidad que a veces penetra y modifica la nuestra!– pienso que es necesario precisar varias nociones.

Todos hemos vivido, una u otra vez, con ocasión de una lectura o un encuentro, la experiencia de un contacto o –más sencillamente– este relámpago interior que marca el descubrimiento de una información sobre las grandes presencias que visitan este mundo, desde el amanecer de la historia humana.

Estas informaciones nos llegan, en el mejor de los casos, de boca de los que han sido actores o testigos de estos encuentros con el milagro. Esto quiere decir que, de hecho, sólo tenemos a nuestra disposición el relato de lo que pensaban, o creían, los protagonistas de estos prodigios y no la exposición de lo que realmente vivieron o contemplaron.

Todos los lenguajes humanos están basados en la experiencia sensorial. No disponemos de palabras, ni de conceptos, que nos permitan transcribir la trascendencia. El mundo implicado y descrito por los vocabularios no refleja más que una ínfima parte de la realidad global del universo.

El universo de lo percibido, sobre el cual están construidos los lenguajes humanos, no es un universo objetivo, sino un universo limitado a las informaciones que recibimos.

Dependemos de nuestras capacidades sensoriales, y si cada uno de nosotros pudiera hacer una representación del universo en el que pensamos encontrarnos, al diferenciar lo que realmente hemos percibido de lo que solamente hemos imaginado la sorpresa sería enorme.

Al comparar lo real percibido y la inmensidad proyectada e imaginada, forzoso es constatar que vivimos, sobre todo, en el interior de una idea, de una proyección hecha de nuestra propia sustancia interior.

No crean, sobre todo, que se trata de una hipótesis elaborada por mí para esta circunstancia. Lo que se ha convenido en llamar “la nueva física”, que reagrupa, en realidad, a los mejores pensadores y teóricos de nuestro tiempo, se ocupa ampliamente de este problema, llegando, por otra parte, a conclusiones que no habrían recusado los místicos de siglos pasados, uniendo todos los orígenes tradicionales.

Por poner sólo un ejemplo, Bertrand D’Espagnat, en “A la búsqueda de lo real”, formula la extraordinaria ambigüedad de las conclusiones a las que llegan los cálculos de los nuevos físicos, al decir que la realidad de la naturaleza está “velada”. Este concepto es retomado y ampliado por Aime Michel en su trabajo sobre “Los fenómenos físicos del misticismo”.

Al ocuparse de la parte más pequeña de “lo observable por medio de aparatos de detección”, surge una pregunta fundamental. Antes de que se pueda observar una alteración del “comportamiento” de un electrón o de un paquete de ondas, todo parece indicar que, de hecho, él se encuentra en todas partes y en todos los tiempos a la vez. Es sólo la observación la que le haría aparecer.

Lo que realmente puede ser el universo, antes de que nadie lo observe, es un concepto inabordable para el espíritu humano. Lo que vivimos de este universo total no es más que una ínfima parte de la realidad, definida únicamente por los límites que corresponden a nuestros órganos sensoriales.

Colmamos permanentemente los vacíos que separan las cosas realmente percibidas. Para ello recurrimos a la inmensa reserva donde intuición e imaginación se confunden. En ese momento, hay que ser bien consciente de que la única cosa que sería realmente inimaginable, es que un espíritu humano llegue a sobrepasar la inmensidad de posibilidades que alberga el universo.

En otros términos, poco importa lo que sueñan o imaginan: existe en alguna parte, en uno u otro de los repliegues del espacio y el tiempo.

Lo imaginario y el sueño no son más que interpretaciones humanas sensorializadas, del prodigioso depósito de milagros que representa el gran universo por oposición al universo limitado que es el de lo percibido, y me temo, que de la ciencia tal y como nos la presentan habitualmente.

Cada ser humano puede acceder a esta inmensa reserva de posibilidades. Pero la utilización y filtración de los contenidos de esta reserva están, a su vez, profundamente marcados por todo lo que representa nuestra educación, ambiente cultural, miedos, angustias y deseos, representando cada cual una o varias interdicciones de consciencia.

Todo parece indicar que, entre la totalidad de este universo –que escapa a nuestras capacidades cerebrales y sensibles– y nosotros mismos, existen fuerzas protectoras, entidades inteligentes, tan reales como lo que tenemos costumbre de considerar como tal.

Estas entidades, sólo conocibles cuando actúan en el interior del universo captado por nuestra consciencia, son esas grandes presencias, esos hermanos de consciencia que velan desde siempre por nosotros, como niños pequeños que somos en la escuela del universo.

No intervienen jamás para alterar el contenido de los materiales interiores de referencia de quienes los perciben.

Es, en gran parte por estas razones, por lo que los relatos que conciernen los encuentros con los grandes seres dependen siempre de las influencias presentes en las estructuras interiores de los testigos.

Tomemos como ejemplo a alguien que percibe, de repente, una gran claridad de la que no ve la fuente. Experimenta una paz intensa y tiene la impresión de estar bañado por un flujo de amor y compasión. Delante de él también capta lo que a él le parece una esfera azul, de mayor luminosidad.

Si relata su experiencia, lo más probable es que, dependiendo de quién se trate y del ambiente cultural en cuyo seno se produce el fenómeno, describirá, o bien una aparición mariana –y asimilara el azul y la luz intensa a los colores atribuidos habitualmente a la Virgen María–, o bien, si es, por ejemplo, de origen indio, nos hablara de la manifestación de un “deva”. Las posibles variaciones sobre el mismo tema son en realidad casi infinitas.

La tradición europea, por no citar más que esta, abunda en descripciones de espíritus elementales y fuerzas de la naturaleza, evocados o encontrados por infinidad de personajes a través de la historia. Las experiencias vividas por Lucía Bosé, muy cerca de mi casa durante el mes de enero de 1994, o la vivida en 1985 por Daniela mi mujer, en nuestra masía de Besalú, corresponden perfectamente a lo que habitualmente pensamos de las apariciones y manifestaciones de las fuerzas elementales de la naturaleza, evocadas y descritas en todas las fuentes tradicionales de occidente.

Si reúno estos dos testimonios es porque tienen en común cierto número de puntos extremadamente característicos. Ambas han encontrado algo que inmediatamente han identificado como una presencia amistosa. Las dos han experimentado una vibración de paz, y sus visiones eran en color. Lucía ha visto lo que identifica como una ondina, y Daniela un pequeño personaje que asimila como un duende.

Lucía tuvo su visión muy cerca de una espléndida cascada, que se encontraba al lado de lo que era entonces mi casa en Francia, y Daniela vio un duende planeando por encima de un ramillete de rosas, colocadas en un jarrón que se acababa de llenar de agua en la masía que teníamos en Crespià, cerca de Besalú. Tanto la ondina como el duende eran totalmente verdes y los dos parecían móviles y ondulantes.

La única diferencia es que Lucía pudo proseguir la experiencia durante un momento, llegando incluso a proyectar su espíritu en las aguas de la cascada, en respuesta a la invitación de la ondina, mientras que Daniela no se atrevió tan siquiera a volver la cabeza, por miedo a que el pequeño personaje desapareciera de su vista.

Otro punto importante es que Lucía mantuvo prácticamente los ojos cerrados durante todo el tiempo que duró el contacto, mientras que Daniela conservo los ojos abiertos a lo largo de su vivencia.

No tengo ninguna duda de que Lucía y Daniela han tenido, cada una a su manera, un encuentro con entidades presentes desde siempre en la naturaleza, y con las que las conexiones eran, aparentemente, más frecuentes en épocas pasadas.

El color verde, que aparece en los dos casos, me ha hecho pensar inmediatamente en dos aspectos muy distintos de la tradición.

Carlos Castaneda comenta en sus trabajos el encuentro con una entidad, caracterizada por su color verde, puesta a su alcance por Don Juan, quien le hizo, así, vivir la experiencia del peligro existente en el momento de cruzar la frontera que separa el “Tonal” del “Nagual”; es decir, dos aspectos de la realidad, el anverso y el reverso del espejo, como ha sido cantado por los poetas, o –mejor aún– el universo local limitado por nuestros sentidos y uno de los aspectos del gran universo del que les hablaba hace un instante.

Por otra parte, existen, en la tradición sufí, referencias constantes sobre la intervención de una de las potencias que velan por los hombres y, en particular, por los que han empezado a seguir uno de los caminos de la ascesis. Se trata de “Khidr”, conocido también bajo el nombre del “hombre verde”. Nombre que se le ha dado porque siempre aparece vestido de verde, o por lo menos tocado con un turbante verde.

Personalmente, tengo constancia de intervenciones de “Khidr” en el curso de estos últimos años y estoy convencido –aunque esto sólo me implica a mí– de que “Khidr” es, en realidad, una forma elaborada de contacto con “el Alma de la naturaleza” de la que, lo que llamamos inconsciente colectivo, sería sólo una caricatura.

Incluso han sido realizados numerosos trabajos intentando reducir estos encuentros a fenómenos patológicos, a formas mitigadas de alucinaciones, cuando no a mentiras puras y simples, pero estos trabajos no alteran en nada la calidad de las dos experiencias que he escogido para empezar nuestras reflexiones.

Si he tomado como ejemplo estos dos casos, concernientes a personas que me afectan muy de cerca, es, sobre todo, para no tener, personalmente, ninguna posibilidad de duda. En efecto, las reflexiones que se pueden hacer desde lejos, tanto en el espacio como en el tiempo, son muy diferentes de las que surgen por sí mismas cuando se trata de lugares y de personas de las que se conocen bien las características, cualidades y defectos eventuales.

Lucía ha viajado mucho por el mundo entero, lo ha recorrido en todos los sentidos en el transcurso de su carrera como actriz de cine. Siempre se ha interesado por las tradiciones y religiones de los sitios que ha visitado. Se trata de una persona a la que se puede calificar de espiritual, en el sentido de que sus preocupaciones están claramente orientadas hacia el progreso interior y la amplificación de la consciencia.

En cuanto a Daniela, se ha sentido desde siempre atraída y motivada por el estudio y el conocimiento de las otras dimensiones de la realidad. Ha sido testigo de infinidad de fenómenos que muchos otros habrían clasificado en la categoría de los milagros o de lo increíble. Sin embargo, siempre ha conservado un sólido sentido común y la capacidad de no dejarse llevar por sus impresiones. En fin, está dotada del suficiente sentido crítico como para examinar sin ninguna piedad todo lo que percibe.

Ni una ni otra han sido fáciles de persuadir para dejarse entrevistar. Pensaban, con razón, que al hacerlo no podían más que complicar sus eventuales relaciones con quienes escuchasen estas entrevistas.

Ambas solo se han dejado convencer por un único argumento. Fue cuando les dije que sus testimonios servirían para facilitar la vida y las confidencias de otras personas que hayan vivido experiencias similares y que, sin esto, continuarán, probablemente, guardando silencio, por miedo a ser tomadas por locas o trastornadas mentales.

¿Qué enseñanza podemos obtener de estas dos experiencias, a la luz de lo que les decía al principio de este CD?

Pienso que, el primer dato utilizable, deriva directamente de las extraordinarias conclusiones a las que se llega al ocuparse de los resultados actuales de las reflexiones de la nueva física. Incluso si no las percibimos de forma continuada, las grandes presencias están ahí. Siempre han estado ahí y sólo la limitación que habitualmente imponemos a nuestro espíritu las vuelve imperceptibles.

Nos hallamos sumergidos permanentemente en la realidad del gran universo, a pesar de que, habitualmente, no seamos conscientes de la parte limitada a las costumbres sociales y culturales, que corresponden al anverso donde nos encontramos en el tiempo y en el espacio. El simple hecho de que haya habido, una sola vez, un contacto indudable con otra realidad, un fragmento desconocido del gran Todo, provisto de identidad, de consciencia y de libre albedrío, basta para que estemos confrontados con la presencia real de estos hermanos diferentes y atentos a los que llamamos ángeles, “devas”, hadas o espíritus protectores.

Seguramente, el viejo orgullo egotista de la humanidad hace que, enseguida, aparezca un conflicto potencial entre los actos de estas entidades benefactoras y lo que consideramos nuestro libre albedrío. El problema de la voluntad y el destino se plantea de manera diferente según se considere a la totalidad o a una de sus partes.

Nos ocuparemos de este peculiar aspecto en el curso de los siguientes CDs pero les pido, desde ahora, que dejen su espíritu disponible, para que la verdad que les corresponde pueda llegar hasta la zona en la que existen conscientemente en este momento.

No pretendo elucidarlo todo, pero estoy seguro de que todo el mundo, sin excepción, puede alcanzar el nivel de coherencia que le permitirá comprender y asimilar la totalidad de lo que llega a su consciencia.


El Camino del Ángel III

Siguiendo el curso de nuestras reflexiones, surge una gran pregunta. Se trata de la aparente contradicción que puede parecer existir entre el libre albedrío –patrimonio de todos los seres humanos– y las intervenciones angélicas. Durante nuestro primer encuentro había mencionado también que, la mayor parte del tiempo, los destinos marcados por el dedo del ángel parecían ser ineluctables.

Incluso si esto parece incómodo al principio, la abundancia de testigos hace que sea imposible rechazar el hecho de que, muy a menudo, los arcanos del destino parecen escribirse mucho antes de que los hechos lo confirmen.

Mencioné al inicio, como ejemplo, el caso del poeta Esquilo, a quien un oráculo le había predicho que perecería por un golpe venido del cielo y que murió a causa de la caída de una tortuga, que dejó caer desde los aires un águila pescadora.

Por supuesto, siempre se podrá objetar que existían mil formas de hacer coincidir el oráculo y los hechos que hubieran podido producirse, no lo dudo, pero abundan las historias idénticas, tanto a lo largo de los siglos pasados como en los últimos decenios. Basta interesarse un poco por la vida y milagros de los grandes videntes de nuestra época, para dar, inmediatamente, con una acumulación de testimonios que, si debieran depender del azar, pondrían seriamente en peligro a toda la ciencia estadística.

Yaguel Didier, por no citarla más que a ella, ha podido numerosas veces, con varios años de adelanto sobre los hechos, anunciar citas ineludibles fijadas por el destino. Es, especialmente, el caso de las predicciones que le hizo al gran periodista Jean Bertolino, quien pudo constatar la veracidad de lo que le había sido pronosticado varios años después de su encuentro con Yaguel Didier.

¿Quiere esto decir que Jean Bertolino es un hombre privado de su libre albedrío? ¡Por supuesto que no! ¿Cómo podría ser de otra forma, tratándose de alguien que recorre el mundo siguiendo la actualidad y los caminos –a veces increíbles– adonde le llevan sus encuestas? ¡Y, sin embargo, lo que había sido predicho, sucedió!

¿Cómo integrar en una sola visión coherente hechos, aparentemente, tan contradictorios? Aunque diversas teorías permiten una aproximación a esta antinomia, prefiero utilizar una imagen para intentar resolver esta contradicción.

Imagínense que nuestro mundo fuera un paquebote, un gran trasatlántico, que navegara entre dos lejanas riberas, por ejemplo, entre Europa y las Américas. Todos los pasajeros gozan de total libertad en el interior del buque, pero, hagan lo que hagan y sea cual sea el desplazamiento que decidan efectuar por el barco, éste continuará su ruta y se dirigirá ineluctablemente hacia su puerto de llegada.

De igual forma, existen momentos característicos en la vida de los pasajeros que no dependen de su propia voluntad, sino de las condiciones generales en las que se encuentra el navío. Hay, así, citas ineludibles.

En este ejemplo del barco se podría incluir el momento de las comidas o el de la distribución del correo. Estos actos no reflejan los deseos de los pasajeros, sino la aplicación de un reglamento interno y su interpretación por quien estuviera encargado del mando. Continuando con el ejemplo escogido, las presencias benefactoras, los ángeles, serían miembros de la tripulación que se encargarían de la acogida y seguimiento de los pasajeros.

Para volver a los hechos, hay otro punto capital que es necesario subrayar. Las predicciones siempre son puntuales. Quiero decir que, en el ejemplo de Esquilo, es la naturaleza de su fin lo que había sido vaticinado y no el detalle cotidiano de sus hechos y gestos, ni el contenido y encadenamiento de sus pensamientos, a lo largo de todos los años que separaron la predicción de su realización.

En realidad, cuando se consideran las predicciones realizadas, o bien las intervenciones de las grandes presencias, siempre se trata de lo que podría considerarse como citas con nosotros mismos.

El vidente auténtico, quien describe una situación antes de que se produzca y, muy a menudo, antes, incluso, de que las condiciones que la harán nacer hayan comenzado a existir, no da ninguna orden ni establece ningún plan que pueda modificar el comportamiento de su cliente, o le haga temer, o esperar, uno u otro vencimiento.

Muy a menudo, el contenido de las videncias realizadas por los verdaderos videntes, es de naturaleza simbólica. Las videncias se presentan, frecuentemente, como encadenamientos de imágenes que sólo obtendrán continuidad, coherencia, o eco, en la consciencia de quien las recibe, si existe un acuerdo, una resonancia, entre su realidad profunda y lo que le es anunciado o indicado.

Un vidente jamás insistirá intentando hacer coincidir lo que dice con lo que presiente, teme, o espera su cliente. Sus predicciones no son, jamás, argollas donde lo ineluctable sustituirá a la libertad de decidir nuestro destino. Por el contrario, el auténtico vidente es siempre un ser dotado de una fuerte capacidad empática. Prácticamente siempre, le atañe el contenido de sus visiones. Los más grandes intentan, a menudo, ayudar a sus clientes a resolver las dificultades que han entrevisto y, al igual que los grandes seres, si indican la dirección en la que el camino parece dibujarse mejor, saben, también, que nada es definitivamente fijo ni inmutable.

Hemos nacido para descubrirnos en el sentido más intenso de este término. Debemos desvelarnos a nosotros mismos y, si los medios que escogemos, o hemos escogido, para conseguirlo pueden parecernos –ahora que hemos olvidado nuestra elección y nuestra decisión de vivir esta vida– áridos, difíciles, o insoportables, podemos, prácticamente siempre, volver sobre nuestras elecciones y dibujar, de nuevo, el curso de esta existencia.

Existen, sin embargo, situaciones que son los frutos de granos sembrados mucho tiempo antes y a las cuales resultará casi imposible escapar. Cuando se presente el caso, no duden que siempre se trata de proyectos dibujados y deseados por nosotros, por razones que, sin duda, se nos escaparán completamente, mientras estemos inmersos en las dimensiones y meandros de nuestra actual existencia en este plano terrestre. De ineluctable sólo hay lo que nosotros mismos hemos sellado y si, la mayoría de las veces, no comprendemos los motivos de tales angustias o aparentes injusticias, puede que sea porque esta duda nos es necesaria para alcanzar otros niveles de comprensión y consciencia.

De igual forma, las intervenciones de las grandes presencias no obligan jamás al ser humano a someterse a una voluntad que suplante a la suya. El destino sólo conduce hasta nosotros a través de momentos cruciales donde nuestra historia y el dibujo de nuestras vidas puede –o no– cambiar. Es a nosotros mismos a quien debemos encontrar. Nuestra libertad real depende, de hecho, de la consciencia de puntos nodales donde se desvían y definen –a veces por largos períodos– las fuerzas que actúan en el interior de una vida humana.


El Camino del Ángel IV

Otro punto importante merece ser tratado ahora. A pesar de que es un tema sobre el que volveré en las próximas conversaciones, el problema de la identidad concreta asumida por estas grandes presencias, cuando se manifiestan, necesita, en este punto de nuestras reflexiones, ser examinado.

Hasta ahora, en las reflexiones que estamos haciendo, he evocado la intervención de personas que se encuentran, en un cierto momento y debido a situaciones vitales, con que son mediadoras de la intervención de las grandes presencias. Pero hay que ser bien conscientes de que muy a menudo somos los huéspedes de estas consciencias benefactoras, en acción en nuestro mundo.

Quiero decir que somos, o que todos hemos sido en uno u otro momento, el ángel de alguien. Puede ser porque hayamos colocado mal un vehículo en una acera, obligando así a alguien a aparcar en otra parte, justo en el sitio donde, por el juego de un aparente azar, su destino se verá cambiado. La mayor parte del tiempo, estas intervenciones de las que somos los agentes, los medios, son y continuarán siendo totalmente inconscientes. Porque, como he recordado ya en los CDs precedentes, las intervenciones angélicas raramente son espectaculares y los caminos que emplean para manifestarse están constituidos por el encadenamiento de acontecimientos menores.

Se trata, en casi todos los casos, de sucesiones de pequeños cambios en el curso de las cosas. No es más que la suma de las interacciones, así puestas en juego, la que realiza el proyecto de las presencias benefactoras. Ahora bien, esta suma resulta imperceptible para nosotros, por su misma naturaleza. Habitualmente, sólo somos conscientes de las cadenas causales cuyo tiempo de vida, o acción, es relativamente corto.

Me explico. Vivimos en la duración, y no en el tiempo tal y como realmente es. Cuando hablo de tiempo, me refiero a una dimensión que concierne a la estructura misma del universo, y no a una medida dependiente de nuestra captación personal de su duración.

Conocemos, desde Einstein, la variabilidad del valor relativo del tiempo. La duración, considerada como una sedimentación del tiempo, varía en función de las velocidades atribuidas a los diversos elementos considerados. Por ejemplo, la duración vivida sobre la Tierra y la vivida en un cohete lanzado al espacio, teniendo en cuenta que estas medidas no serían comparadas (ni comparables) hasta el retorno del cohete a nuestro planeta.

Supongo que todos tenemos conocimiento –por haberlo, al menos, oído contar en el colegio o en el instituto– del resultado, perfectamente calculado y conocido, de tal experiencia. Mientras que los astronautas no habrían, por ejemplo, envejecido y vivido más que lo que correspondería a dos años, en la Tierra habrían pasados varios siglos. Dependiendo directamente los valores descubiertos por estas dos medidas, de la velocidad relativa de la Tierra y del cohete considerado.

El conocimiento de este fenómeno data ya de varias decenas de años y los recientes avances, en el dominio de la Física Teórica, dejan entrever conclusiones y resultados aún más fantásticos.

Si he hecho esta pequeña digresión sobre la relación existente entre el tiempo y la duración, es porque nuestra consciencia de los fenómenos y de sus interacciones, está enraizada en la duración de lo vivido y no en el tiempo en sí. No somos capaces de percibir otra cosa que las cadenas causales que coinciden con nuestra propia estimación de la duración correspondiente a lo que hemos vivido. Esta limitación nos impide toda consciencia de situaciones donde, los agentes determinantes, se encuentran en duraciones y tiempos diferentes. Parece que, incluso si no podemos probarlo o demostrarlo de ninguna manera, las entidades benefactoras –ya las llamemos ángeles, “devas” o grandes presencias, como hago desde el principio de estas reflexiones– existen y viven en el tiempo y no en la duración.

Su realidad nos es inaccesible. Sólo podemos tener consciencia de su existencia cuando se limitan voluntariamente a las dimensiones, y estructuras características, de nuestro universo. Peor aún: no podemos estimar razonablemente el valor o el impacto moral de sus acciones sobre el decurso de los destinos particulares o generales. En efecto, nuestra ignorancia de las causas reales y las consecuencias que se derivan de la alteración de ciertas características de nuestro mundo, hace que todo intento de juicio moral tropiece con la ausencia de material de referencia.

Para no ser demasiado abstracto, voy a contarles una pequeña historia. Se trata de un cuento que circulaba mucho en ciertos medios durante los años sesenta.

Nuestra historia comienza en un pueblecito situado en un país ilusorio, partícipe de Austria, Alemania y –por qué no– de toda Europa. En este pueblo vive un hombre muy anciano. Un sabio. Nadie conoce su edad, pero él ha visto nacer a todos los habitantes de la pequeña aldea. Cada año, a finales de marzo, se va con las reses a los pastos de las montañas. Allí permanece, cerca del cielo, hasta el otoño, ocupándose de los animales y meditando a la sombra de los grandes alerces.

Cuando llega el vigésimo día de abril comienza a reunir las reses y, ayudado por su perro, las hace entrar en un cercado. Se esfuerza mucho en llevar hasta allí agua y forraje, después deja a su perro a cargo del rebaño y emprende el camino de regreso al valle. Camina durante casi toda la noche y, hacia las cinco de la mañana, llega por fin a la aldea. Todo el mundo esta despierto y reina una agitación inhabitual.

Saluda a los habitantes y se dirige hacia una de las casas cuya puerta entreabierta está adornada con una cinta azul. Un niño ha nacido durante la noche. Es un varón. Apenas ha entrado, el padre se apresura a saludarlo sin asombrarse de su llegada, a pesar de lo imprevista. «¡Este anciano, tan cerca de su final, participa ya un poco de las confidencias del cielo!». El padre, lleno de alegría, le ofrece una bebida caliente para confortarlo. Después, le lleva hacia la gran cama al fondo de la sala. Allí, el sabio anciano abraza y felicita a la joven madre.

Al fin, se acerca a la cuna de madera colocada a la cabecera de la cama. Se inclina y mira largamente al recién nacido con una mirada llena de luz y de amor. Se vuelve hacia la madre y el padre. Los observa con infinita bondad. Después, toma al recién nacido en sus brazos. Lo alza hacia la luz. Coloca su mano sobre la cabeza del niño. Le acaricia dulcemente, después, con un gesto preciso y casi imperceptible, le rompe la nuca.

«¡Qué horror!», pensarán ustedes. Se trata de un cuento, no lo olviden. En este cuento, ¡el niño se llamaba Adolf Hitler!

¿Quién, ante la aparente realidad de este crimen gratuito, hubiera podido formular una reflexión coherente? Reflexión que, evidentemente, tendría que tener en cuenta todas las implicaciones de este acto. Está claro que ellas solo habrían sido evidentes en el tiempo, pero totalmente imperceptibles e inasibles en la duración de aquellos que hubieran sido testigos de lo que parecería ser un crimen abominable. ¿Quién hubiera podido juzgar, con pleno conocimiento de las causas y consecuencias, el alcance de tal acto?

Sé bien que esta historia es horripilante y muy desagradable de escuchar, pero era necesario ilustrar nuestra incapacidad en juzgar los acontecimientos en función de las consecuencias que pueden tener. Nuestro pensamiento consciente sólo tiene acceso al universo causal y sólo podemos responder al universo de las finalidades por un acto de fe o por la inconsciencia.

Nos encontramos frente a una difícil pregunta. No existe ninguna respuesta coherente ante una situación de este tipo, si no es la que consiste en cambiar nuestra manera habitual de considerar las cosas y los hechos a los que estamos confrontados. No se trata, aquí, de predicar una tolerancia ciega. Lo que he querido señalar con el dedo es nuestra incapacidad para conocer los fines últimos, planteando, de nuevo, el eterno problema de la inexorabilidad del destino y el de la permeabilidad eventual de los arcanos del tiempo para ciertos seres y ciertas consciencias.

Como he mencionado ya varias veces, las intervenciones de las grandes presencias son casi siempre discretas y están constituidas respecto a la concatenación de una infinidad de minúsculas alteraciones que aparecen en el tejido de lo vivido. La acción de los seres de luz no es, prácticamente nunca, espectacular. Las huellas angelicales no se presentan como joyas rodeadas de flores. Su prodigiosa estructura resulta accesible en muy raras ocasiones, y sólo una vez ha pasado su efecto, se alcanza su meta.

Debo reconocer que he necesitado años para realizar que, a lo largo de mi vida, había sido prácticamente guiado todo el tiempo, conducido sin que lo percibiera, hasta las citas que tenía con mi destino. Es, al examinar metódicamente los encadenamientos de situaciones y encuentros que habían desviado la trama de mi existencia, cuando me he dado cuenta de estas acciones. De repente, en lugares extremadamente precisos, surgía algo, una influencia externa a la naturaleza de lo que sucedía. Estos minúsculos toquecitos cambiaban, sin embargo, radicalmente el desarrollo de los acontecimientos.

En enero de 1993, un infarto debido al exceso de trabajo, me obliga a parar definitivamente mi actividad como consultante. Decido abandonar Europa y doy todos los pasos necesarios para expatriarme al Ecuador. Llegamos a Quito mi mujer, mi hijo y yo, decididos a este cambio radical en nuestro plan de vida. Tres días más tarde, a causa de diversos encuentros y de una súbita e incontrolable catarsis, que me hace entrever el próximo futuro de este país, interrumpimos nuestras gestiones. Menos de una semana después de nuestra partida, estábamos de vuelta en Francia.

Decido, entonces, retomar un trabajo comenzado dos años antes, para no permanecer inactivo, y puede que también para tener la impresión de hacer algo. Mis planes, bastante confusos, no estaban destinados de ninguna manera a encontrar una salida inmediata.

Menos de un año después de nuestra vuelta, siento de golpe una extraña sensación. El sentimiento de un peligro inminente que concierne a alguien que era uno de mis mejores amigos. Tomo el teléfono y le llamo, preguntándole antes, incluso, de que pudiera hablar: «¿Qué te pasa?». Era el día de su cumpleaños y estaba a punto de hundirse. Afectado por una grave depresión, permanecía echado sin comer nada desde hacía varios días, solo en su casa. ¿Qué fuerza fue la que me empujó a unirlo a mis proyectos, abriendo la puerta a una catástrofe que iba a redibujar mi vida de punta a punta?

La respuesta es que, sin lugar, a dudas hubo allí la intervención de un ser tutelar que, a través de lo que parecería una historia atroz de traiciones y abusos, me iba a llevar hasta el lugar en el cual me encuentro ahora, unos años más tarde, liberado de una infinidad de ataduras que me impedían formular mi destino como realmente lo anhelaba.

No dudo de que, visto desde fuera, este extraño escenario en el que somos guiados por un director de escena invisible, pueda parecer insoportable. Sin embargo, puedo asegurarles que esta extraordinaria sensación de estar acompañados, de estar integrados en una dinámica cuyas raíces se encuentran en otra dimensión, esta íntima certeza de existir en armonía con el profundo sentido de nuestra existencia, ha cambiado completamente la aproximación a la vida tanto en lo que a mí me toca, como en lo que toca a mi mujer, Daniela. Las dificultades diarias, que continúan existiendo tanto para nosotros como para todo el mundo, ya no son percibidas con amargura. Sabemos que, detrás de cada escollo momentáneo, surge una respuesta luminosa que nos espera.

De todas formas, el hecho de tomar los altibajos de la existencia renegando, montando en cólera y desesperándose, no puede mejorar, de ninguna manera, nuestras capacidades parar encarar los azares de la vida. Todos sabemos, lo hayamos pensado o no realmente, que no existe una sola cosa perfecta en nuestro mundo. Siempre es posible descubrir un defecto, un fallo, una imperfección, allí donde quiera que sea. Todos los proyectos, todas las obras, todos los actos y todas las gestiones humanas contienen al menos un aspecto obscuro, negativo, destructor o desesperante.

Una de las funciones más importantes que puede tener un ser humano, la parte más asequible de su misión en este planeta, es, sin ninguna duda, obrar de manera que la atención, el interés que nos tomamos por las cosas y por los seres, se focalice sobre los aspectos luminosos, las fuerzas positivas, los vectores de inmensidad y eternidad de cada ser con quien nos cruzamos, de cada acto y cada cosa que hacemos.

No piensen, sobre todo, que lo que acabo de decirles tiene algo que ver con esos mandamientos piadosos con los que –de buen grado o, por fuerza, la mayor parte de nosotros– ha sentido cómo le machacaban las orejas durante su infancia. De lo que hablo está presente hoy detrás de todas las reflexiones e investigaciones de una gran cantidad de pensadores y sabios, en todas partes alrededor del planeta.

David Bohm, que fue asistente de Albert Einstein en la Universidad de Princeton, formula esta interrogación a través de la cual las investigaciones más avanzadas coinciden con las enseñanzas multi-milenarias de la gran tradición. Dice, en uno de sus libros, “La plenitud del universo”, que todos los elementos esenciales del cosmos, materia, vida y consciencia, son proyecciones emanadas de una base común desconocida e incognoscible. Habla, igualmente, en la misma obra, de un flujo universal en la corriente del cual espíritu y materia no están separados, sino que están, de hecho, “implicados” el uno en el otro. Por esta causa, las cosas tienden a asemejarse a la voluntad expresada de quien las observa a su deseo. O incluso, tenderían a manifestarse calcándose de la parte inconsciente, la parte aún no desplegada, a la espera de la consciencia. Siendo esto debido al hecho de que, el estado de no-despliegue, el orden implicado, posee una energía infinitamente mayor que sus manifestaciones desplegadas.

Al seguir este esquema de pensamientos, las grandes presencias y sus intervenciones son, en cierto modo, los despliegues de lo que llegaremos a ser un día u otro, en este tiempo o en otras dimensiones inimaginables de la realidad total. Desde este punto de vista, las intervenciones angélicas no entran más en conflicto con el concepto de libre albedrío, ya que se trata, de hecho, de decisiones tomadas por nuestra identidad extendida.

Quiero hablar aquí del ser total, del que no somos más que una de las expresiones limitadas y que representa respecto a nosotros una globalidad, una realización integral.

Los actos de las grandes presencias, los empujoncitos que dan a lo real y a las condiciones de la existencia, los seres de luz que constituyen el objeto de estas conversaciones, forman parte de la realidad y la vida de esos seres realizados de los que no somos más que etapas, esbozos, fases iniciales, parcializaciones. Estos grandes seres realizados transcienden el tiempo y el espacio. Se les confunde conscientemente con las estructuras del universo global. Sus intervenciones sobre lo que creemos son las circunstancias de nuestras existencias forman parte de su realidad, fuera del tiempo y la duración, y, en realidad, son la expresión de su libre albedrío, suponiendo que tuviera aún sentido –en este nivel de comunión con lo absoluto– una visión tan limitada.

Me doy cuenta de que, llegado a este punto de mis reflexiones, he chocado, sin duda, con la parte más arcaica del espíritu humano en muchos de vosotros. Algo que puede haber despertado una reacción de defensa del tipo: «¡¿Cómo?! ¡No sería más que una parte de algún otro! Pero, entonces, ¿quién, soy? ¡Puesto que tengo consciencia de ser yo…!».

Las etapas iniciales de la construcción de la individualidad reposan sobre la adquisición de fronteras fuertemente definidas. En nuestro nivel de realidad inicial, no comenzamos el gran viaje de la transcendencia porque estamos separados de la totalidad hacia la que vamos.

El cuerpo físico, los lindes aparentes de las existencias individuales, dependen directamente del grado de impenetrabilidad de nuestros límites personales. Ya se trate de nuestra piel, de la superficie de nuestros órganos o de las limitaciones espaciotemporales, características de nuestras relaciones con el universo, empezamos el proceso transcendente de fusión con la realidad total, a través de nuestras limitaciones. Incluso el deseo de ir más allá de nosotros mismos nace, evidentemente, en lo que deberá desaparecer, si tenemos éxito en nuestra tentativa.

La dificultad conceptual inherente a estas reflexiones se debe al hecho de que intentamos pensar sobre el pensamiento, por medio de lo que lo sostiene. ¡Contradicciones y paradojas! ¡Parece que nos hemos encerrado para poder soñar con la libertad!

Para volver de manera inmediata al tema de estas conversaciones, basta examinar cualquiera de las secuencias de microazares a través de las cuales los grandes seres actúan, habitualmente, sobre nuestra realidad, para descubrir que cada uno de nosotros se parece extrañamente a los encadenamientos que determinan las flexiones de su destino. Desde este instante, las relaciones con el ángel, con el gran ser que nos corresponde a cada uno de nosotros, se convierten en diálogos interiores donde la única cosa que hay que hacer es, precisamente, no hacer nada.

El proceso que se utiliza cuando se intenta establecer un contacto más intenso con los seres de luz, consiste, fundamentalmente, en cesar de oponernos a lo que, finalmente, es nuestra propia voluntad. Toda la dificultad de este paso reside en el hecho de que confundimos, habitualmente, tres comportamientos, nacidos de la parcialización, con los vectores del destino. Voy a hablar de la voluntad, el deseo y la envidia. Estas tres fuerzas que, desgraciadamente, están detrás de la mayor parte de las actividades humanas, tienen en común el que obligan al ser a reforzar sus limitaciones, volviendo, así, cada vez más difícil –si no imposible– la realización de su instinto fundamental de plenitud.

La voluntad se ejerce al postular una imagen del universo nacida en el interior del ser para oponerla, con violencia, a lo que parecen ser las contingencias locales de la existencia. Este proceso va acompañado, inevitablemente, de una restricción cada vez mayor de la cantidad de realidad implicada en la imagen así construida.

El deseo no se aplica al utilizar una proyección del ser en el interior de una imagen del universo y las condiciones locales. Esta imagen está marcada por su improbabilidad y permite al deseo manifestarse como una recreación imperfecta del mundo. En este caso, es la propia imagen del ser la que está sometida a una reducción drástica, a fin de permitir una posibilidad de satisfacer la pulsión inicial. Esto, a pesar de que, finalmente, el deseo no puede satisfacerse auténticamente más que por sí mismo y obliga al ser a una autofagia interior que no deja, de su inmensidad, más que una huella vacía.

En cuanto a la envidia, tiende a sustituir la imagen completamente aprisionada del ser por la de algún otro, tomado como soporte de una diferencia que juega en contra del envidioso. Es, desde este punto de vista, una etapa ya muy avanzada de un proceso de degradación del ser, que sólo puede dar cada vez más importancia a lo que no tiene, reduciendo así más y más su coeficiente de realidad.

No haría faltar escarbar mucho para descubrir, detrás de estos comportamientos y actitudes, restos de comportamientos animales basados únicamente en la separación, el aislamiento y la necesidad imperiosa de perpetuarse hasta que la consciencia empiece, al fin, a penetrar en lo que no era, hasta entonces, más que un organismo, a través de la prodigiosa herramienta de recepción que es el cerebro. ¡No olvidemos que la palabra sexo viene del latín “sectus”: cortado, separado…!

Antes de terminar esta reflexión, pienso que es necesario precisar unos cuantos puntos.

No es mi intención atacar lo que somos en nombre de una transcendencia por venir. Se trata, solamente, de reponer en el interior de un contexto más amplio todos los fenómenos de los que les hablo.

Mi objetivo es hacer de manera que, esta realidad que compartimos, sea, al fin, percibida como una parte de un Todo inimaginable, en el cual las intervenciones de las grandes presencias, estos seres de luz conocidos desde hace milenios bajo una infinidad de nombres y descripciones, dejen de ser percibidos como una manifestación de lo imaginario.

Los grandes seres están aquí, no a nuestro lado, sino en nosotros, confundidos con la totalidad de este universo del que compartimos la coherencia y la existencia. Se hallan presentes en todo lo que constituye nuestra realidad y en muchas otras dimensiones, que apenas comenzamos a presentir a través de las investigaciones y reflexiones de las mejores inteligencias del planeta.

Relájense y dejen que penetren en ustedes estos relámpagos de luz y amor que provienen de la parte más elevada de lo que son.

© André Malby.




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Fuentes:
Rafael Pineda

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